Fragmentario: dolor, virtuosismo y cero panfleto

22.12.2017 19:13

Por Fausto J. Alfonso

Fotos: Mariana Fernández

 

Bien entendido, bien realizado, el teatro tiene como misión poetizar. Quien sabe poetizar puede desandar las cornisas más pronunciadas sin desbarrancar; puede bucear en la oscuridad sin dejar de iluminarnos; y puede descender a los infiernos sin que las llamas lo abrasen/abracen. Al teatro poetizado no hay con que darle: conmueve, entretiene y motiva a la reflexión aunque su danza transcurra sobre la inmundicia y mientras los inmundos a su vez la promuevan, la disfruten y la alimenten.

Rubén González Mayo, autor y director de Fragmentario, ha tomado el Agamenón de Esquilo (primera parte de La Orestía) y lo ha dotado de actualidad, lo que en sí mismo ya es una variante práctica de la poetización. Pero además ha jugado y coqueteado con los bordes, tanto desde los textos como desde la puesta y la marcación de los actores, sin jamás apelar a la transgresión gratuita ni al discurso demagógico. Y vaya si la tentación es grande.

Porque Fragmentario se mete con aquella agenda temática que hoy manosea todo el mundo hasta vaciarla de contenido: trata, abuso, secuestro, machismo, violencia de género, doble discurso, poder patológico, extorsión, etcétera. Lo hace del modo más teatral posible, sin eludir la crudeza del contenido ni enmascarar las fricciones de los cuerpos, pero fundamentalmente sin panfletear, sin pegar -como parte de la escenografía- un afiche de Ni una menos ni alardear el compromiso una vez terminada la función. A lo largo de poco más de una hora, las cartas van siendo echadas sobre la mesa (escénica) y a buen entendedor…

Decir que se trata de un espectáculo de buen gusto puede que parezca paradójico y hasta delirante, tratándose de un conflicto sucio y malhablado. Pero permítasenos aquí recordar que el buen gusto también está en haber sabido elegir a los actores apropiados, considerar que los objetos digan cosas más allá de lo que denotan, e iluminar adecuadamente el paisaje (la conocida mano de González Mayo para la luz se ve claramente, sobre todo, en la primera escena). Estas tres cosas pasan.

El cuarteto de actores se luce por igual en el marco de una entrega importante. Clitemnestra y Casandra son dos mujeres partidas psicológica y físicamente. Víctimas de sus desgracias siguen adelante (¿inexplicablemente?) motorizadas por esas mismas desgracias.[1] Andrea Simón interpreta a la primera con una energía desesperada, con una bronca que ilustra perfectamente cómo la situación la supera a cada segundo sin que se vislumbre un final. Su irrupción en la escena, aunque acompañada por Egisto (Darío Martínez), es “fané y descangayada”, como dice el tango. Destartalada, parada todo el tiempo sobre un solo zapato, busca una justicia que pareciera existir solo en ella. Clitemnestra/Simón es la mujer de la vuelta de la esquina, la de aquí y ahora, la de la palabra indignada, la del presente urgente. Y su primer discurso importante dice así:

 

“Doy, proveo, estudio, doy y vuelvo a dar; sigo dando, con mi boca, con mis manos, con mis brazos abiertos, con mi cuerpo abierto. Doy y doy... Me esfuerzo en pensar en los demás... los demás... siempre los demás...  Hago los mandados, hago los deberes, miro, miro bien, no debo mirar mal, debo mirar bien y hacer, hacer... en beneficio de los otros... soy Clitemnestra y no soy la dueña de esta casa, pero es una obligación, debo cuidar esta casa, debo cuidar los locales y departamentos que hay en esta propiedad, debo cobrar los alquileres y mantener, mantener, mantener…no pelearme con el pelado del fondo cuando pone la música a todo lo que da…sacar las cagadas de los perros que se meten… me dicen que debe ser así, me hacen estudiar, ser solidaria, siempre la solidaridad... ser auténtica, siempre ser única, ser indivisible, ser así... Traer beneficios, regar las plantas, cortar el pasto, pintar los departamentos y el frente de la casa, mantener la vereda limpia… mantener las canillas para que no goteen… mandar los chicos al colegio, ir a buscar chicos al colegio, hacer que los chicos hagan los deberes… hacerlos dormir… bañarlos… estar a cargo de todo esto… Lo intento, siempre lo intento... me utilizan, a veces la gente te usa… y te das cuenta en el amanecer, al costado de una ruta… yo lo sé…estar perdida… buscando… buscando sin encontrar… cuesta haber perdido... no saber con quién está pobrecita… haberla perdido… dónde está… qué hace… por qué no vuelve… por qué no la traen…estoy anclada y sigo acá, persisto acá, mando y nadie me dice nada, obedecen… a veces no quiero estar ni pedir ni ser solidaria... me cuesta, me cuesta, me cuesta, me cuesta...”

 

Celeste Álvarez, en tanto, es la mujer del pasado (su cuerpo, su voz, su actitud, nos sitúan en la tragedia griega y en la esencia de los problemas universales) y del futuro (un futuro doloroso que ni su don profético -que se enfrenta al descrédito de todos- puede aplacar). La actriz revalida su compromiso integral. Viene de una seguidilla de trabajos de excelencia y aquí regala momentos donde se luce con y desde distintas intensidades. Es el personaje con más matices, lo que le permite jugar con su voz según las situaciones y hacer de su físico algo primitivo o algo etéreo, según el peso que le dé al interactuar con los otros personajes o con los objetos. Y, a propósito de Ifigenia, la hija desaparecida (valga también “desaparecida”) de Clitemnestra y Agamenón, dice cosas como éstas:

 

“El olor de las risas, el alcohol, los cuerpos pesados… mamá el cuerpo de los hombres es muy pesado, me quedo sin respiración… nunca me dijiste eso mamá… dice la niña, dice Ifigenia, y se le inunda la cabeza de tules que flotan en un sitio gris y nublado, un sitio de bruma que desciende por escaleras de piedras y no hay nada más que eso, escaleras que bajan y doblan en curvas pronunciadas y siguen bajando…siguen bajando…me olvido de tu voz, mamá…se pierde tu voz…ya no está tu voz… hay un sonido blanco…”

 

Darío Martínez es un Egisto muy desagradable, lascivo, especulador, ventajista, por momentos verborrágico y presa de conflictos sexuales que, evidentemente, no van camino a resolverse. Cuando entra en escena con Clitemnestra da el prototipo del cafishio, pero con el paso de los minutos crece hacia una complejidad muy bien llevada por el actor. Una complejidad que le permite esgrimir:

 

“Ya sé. Me pongo el vestido blanco de mi madre cuando tenía quince y la visera verde de mi padre que era principal del ejército con una bufanda roja que se la vi un día puesta para el desfile de coroneles. ¿Me queda bien? Es una pena que todo sea tan estructurado, tan rígido, tan ofensivo y determinante… Cuando uno prueba la combinación de los elementos, la combinación de los colores, por ejemplo, esto, el blanco y el verde y el rojo se vinculan, se funden en una idea muy clara, se conjugan en la armonía. A mí me gustaría vestirme con estos colores, ser otro y otra a la vez… ¿dije otra?… las profundas visiones del futuro, el verde de la esperanza con el blanco de la pureza, el rojo de la pasión, pero… ¡El baile es de negro o de blanco! (se viste) ¡Por qué no puedo ir con este vestido si me queda perfecto! Tengo el mismo cuerpo de mi madre cuando tenía quince y la misma cabeza de mi padre cuando lucía esta visera que me queda perfecta, me faltan unos lentes de carey, un pañuelo beige cubriendo la cabeza para que el viento no me lleve la visera y la boca roja, la trompa roja con un lunar a la derecha negro, bien negro y que resalte… me faltan las botas…”

 

El Agamenón de Marcelo Díaz no es menos desagradable que Egisto, pero su discurso cavernícola, primario, le aporta un patetismo diferencial. Eso, sumado a la brutalidad de su andar y a lo básico de su discurso/pensamiento (contrapuesto al modo confuso en que lo expresa) lo acerca mucho a un animal, si tomamos este término tanto en su significado zoológico como si se tratase de un insulto. Una bestia, bah, que vuelve de una cárcel de ésas que no re-socializan, y que está vigorosamente trabajada por Díaz. Así irrumpe Agamenón (y su concepto de familia):

 

“Esto es un laberinto en donde nadie entiende nada. Mi padre decía que los laberintos sirven para estar con las putas y que no te vea nadie. Soy Agamenón y tengo hambre. Ahora están bailando. Están bailando y tengo que comer. Una historia de tres que todos van a conocen. Ayer salí de la cárcel. Me duele el estómago del hambre. Ya no somos los que éramos, tengo hambre. Ya no estamos en el mismo lugar, tengo hambre… (señala a Casandra) ella llega conmigo. Ella está conmigo. Le dije que no iba a ser problema, que está todo bajo control. Tengo hambre y estuve mucho tiempo metido… metido en varios laberintos…He ido y he vuelto de muchos laberintos. Muchas putas. Mucho laberinto. Viaje largo. Viaje de ida casi sin retorno. Ella me curó las heridas. Ésta es mi casa. Éste es mi barrio. Acá mando. Todos me conocen y todos saben que yo mando acá. Ayudo a muchos y muchos necesitan de mí. Somos como… una gran familia. He vuelto a mi barrio y a mi casa y a mi familia”.

 

Fragmentario avanza de manera trepidante en una escena casi limpia de escenografía pero toda manchada de maldad. Los personajes sufren en un acotado ring, ante espectadores que les desean un poco de aire, de libertad, en ese espacio abierto que se ve tras el ventanal. La acción no se detiene y cualquier cambio de velocidad es proveedor de datos, aún en los momentos más intimistas, si cabe la palabra en este contexto. Por todo esto, la puesta es un gran aporte de fin de año a la cartelera teatral mendocina y seguramente será uno de los atractivos de la temporada 2018.

“El final nunca se sabe cuándo llega. Soy Egisto. Tal vez el final nunca llegue y todo sea así. Todo sea un… vacío, un baile, un encuentro, una necesidad inconsciente de los cuerpos. Yo, ya me siento bien. Estoy bien. Todo esto termina acá. ¿Termina acá?”

Esas son las últimas palabras de Egisto para Fragmentario. Siguiendo a Esquilo, sabemos que nada termina allí, que la saga tiene dos partes más y que la venganza será terrible. Pero siguiendo a González Mayo, ojalá que este teatro no panfletario nos ayude a pensar y que nuestra realidad se distancie de nuevas desgracias, como las planteadas por el primero en Las Coéforas y Las Euménides.

 

Ficha:

Fragmentario. Texto y dirección: Rubén González Mayo. Intérpretes: Andrea Simón, Darío Martínez, Marcelo Díaz y Celeste Álvarez. Puesta en escena: el equipo de trabajo. Utilería y vestuario: Simón/Martínez/Díaz/Álvarez. Diseño lumínico: RGM. Sala: La Casa Violeta (Paraguay 1474, Godoy Cruz, Mendoza). Función del 20-12-17.

 



[1] “Es una adaptación, una visión, traída a una realidad que no es el presente, es algo atemporal, pero muy cercano. Mi Agamenón sale de la cárcel y sale de allí porque entrega a Ifigenia. El tema de la trata está muy presente y trabajado desde algo que me decía Celeste Álvarez. Por ahí estoy leyendo a los griegos y de golpe veo en so algo que pasó en La Favorita. Por eso no hay límite. Si ponés un límite no entendés la poesía de los griegos. Y la poesía de La Favorita es la de los griegos, lo periférico. Los griegos toman lo periférico de una manera absoluta. Absoluta hasta la muerte, que es la periferia de la periferia. Encontrarme con ese Agamenón generó esta historia de cuatro, con mujeres fragmentadas. Una Casandra que de tanto que la han violado no entiende la caricia como tal, sino que entiende el golpe como caricia. Un Agamenón que quiere comer, que tiene hambre, no sabe hablar, se expresa de una manera distinta, se embrutece. Y un Egisto al borde de lo asexuado o de lo homosexual. La violencia de género no es solo el hombre y la mujer. Es la mujer y la mujer. La madre y la hija. El padre y el hijo. La madre y el hijo. El padre y la hija. Yo tengo la experiencia concreta de haber visto cómo una nena de tal vez tres años entienda que después de haber sido golpeada sistemáticamente el golpe es una forma de conexión con su madre. Es la caricia. Me golpeás y me estás queriendo. Si no me golpeás es porque no me querés. Entonces, entrar en ese campo devastado y rearmar desde ahí con algunas herramientas el personaje hace que no solo la tarea sea solo difícil sino apasionante en cuanto al montaje y la estructura”. De una entrevista inédita realizada por el autor a Rubén González Mayo en mayo de 2017.