Los admirables enviados de Arístides Vargas

05.12.2021 11:56

Por Fausto J. Alfonso

 

SANTA FE. XVI ARGENTINO DE ARTES ESCÉNICAS. La frondosa poesía multicolor de Arístides Vargas dijo presente en el tercer día. La Puerta de Oro (foto), del ecuatoriano-argentino, expuso el dolor de los migrantes y contó para ello con dos estupendos actores. De Bariloche arribó una delicada propuesta intimista, y la cuota C.A.B.A. de la jornada demostró que también los márgenes para el error alcanzan incluso a eventos prestigiosos como éste.

La actriz venezolana Aravinda Juárez (Brújula, Teatro a Cuerda, Bariloche) obsequió un sentido trabajo, del cual es autora y también directora. Se trata de Muchacha: una nube de agua. La etérea trama se asienta en los recuerdos de una joven, evocados desde el canto, la música grabada, las prendas y los accesorios. A modo de confesión por momentos, y como narración oral por otro, la chica comparte aquello que la formó: un combo de dolores y alegrías, de partidas y ventanas (literales e imaginadas) que se abren para su asombro. Sorpresas que la desencajan y expectativas que la frustran. La intérprete echa mano a recursos escénicos varios, todos tratados con moderación, sin insistencia, siendo uno de los más bonitos ése en el que apela al teatro de sombras. Aravinda tiene ángel, dijo un experimentado crítico porteño a la salida de la función. Y es cierto.

No se puede decir lo mismo de La Moreira (Moreira, C.A.B.A.), cuyo ángel puede haberse extraviado en los ensayos. Este espectáculo, pretendida reversión del clásico de Gutiérrez, acusa un indisimulable carácter amateur, que desencaja bastante en el contexto general del Argentino. Es una ilustración -innecesariamente sobrecargada desde lo escenográfico- sobre un episodio desgraciado en el que se mezcla el amor, las drogas, los celos, la miseria, la policía y sus tranzas. Una foto estereotipada de la vida en una villa, que de a ratos busca el hiperrealismo y a veces pega incomprensibles giros líricos, tanto desde la actuación como desde lo musical. Las actuaciones, modestas, y la puesta esquemática, con escenas simultáneas que se anulan, son parte del déficit. Y el novedoso enfoque feminista que se le ha querido otorgar está puesto a presión.

Con objetivos mucho más claros, se lució el elenco concertado para La puerta de oro (Mendoza). El bello texto de Arístides Vargas, sobre dos migrantes -Ilo y Teo- a la espera de la oportunidad de su vida, se asienta en una poesía plagada de imágenes, juegos de palabras, reflexiones tan filosas como graciosas, y un admirable valor metafórico. Valor éste que se traslada a la precisa, sintética escenografía (una plataforma que se vuelve cada vez más cuesta arriba para los personajes) y la mínima utilería (centrada en animalitos de confección artesanal que actúan simbólicamente ante distintos planteos).

La puerta de oro cuenta el doloroso tránsito del horror hacia la incertidumbre. Pero también la idea de un tránsito en pausa (el limbo) que potencia el dolor y activa recuerdos de todo tipo, algunos de los cuales actúan como salvavidas transitorios. Aislados, y de temperamentos casi contrapuestos (resiliencia y optimismo van regulando el tenor de cada una de las escenas), Ilo y Teo esperan el visto bueno para acceder a la América próspera, entre charlas lúdicas, enumeraciones de sucesos de la infancia, conferencias ficticias, dudosos recuerdos familiares y discusiones inconducentes.

El drama de estos personajes se amplifica a partir de otros recursos, que permiten que la historia pase de lo puntual a la idea de tragedia colectiva que hoy alcanza a miles de miles de migrantes. El canto desgarrado y profundo de Elena Vargas y el sonido áspero de los helicópteros y sus luces buscadoras sobrevolando la escena, son dos aspectos en ese sentido. Contribuyen a un clima (y atmósfera) de época. Pero, como estamos frente a un auténtico Vargas, la propuesta jamás desciende al discurso ramplón y/u oportunista. Al contrario, se mantiene a la altura de una usina creativa que encuentra, además, en los cuerpos de Rubén González Mayo y Guillermo Troncoso a dos admirables enviados del poeta.

El dueto actoral (de quien recordamos otros contrapuntos notables) “interpretan”, en más de un sentido, lo que dicen y hacen. La conexión es infalible y tanto en las humoradas visibles como en los espacios de introspección, está el gesto sutil, espontáneo, que vuelve verosímil el elaborado disparate de la palabra de Vargas. Genuinos transmisores de la ternura y la desolación son también víctimas de su propia ingenuidad y de la impotencia. Pero tienen una imaginación… Y eso, ya de por sí, es envidiable.