Los invertidos y sus más de un motivo

31.08.2018 10:38

Por Fausto J. Alfonso

 

Con Los invertidos, Guillermo Troncoso pone en vigencia la palabra de José González Castillo: un dramaturgo que en los albores del ’20 se animó a temas impensados para su aquí y ahora. El resultado es altamente satisfactorio, sobre todo porque el salto de lo escrito a la puesta goza de ritmo, buen gusto, prolijidad y sólidas actuaciones.

González Castillo demostró cintura para abordar todo tipo de géneros. Pero es en los dramas sociales donde hoy podemos apreciar su voluntad vanguardista. Puso sobre el tapete temas como los hijos naturales (El hijo de Agar), el divorcio (La mujer de Ulises) o la obscena explotación del hombre por el hombre (El pobre hombre).

Claro que hoy, nadie se escandaliza con un espectáculo cuya trama hable de homosexualidad. Entonces, ¿para qué montar Los invertidos, cuya interpretación de la homosexualidad, para peor, data de… ¡1914!? Justamente, porque el entramado en el que se inserta ese supuesto tema central, es una maraña de actitudes reprobables, regidas por la hipocresía, la traición y el prejuicio. Allí está la vigencia y lo atractivo de la obra.

El tema del “hermafroditismo” (tal como lo menciona el texto original) es un motivo que permite poner en movimiento un mecanismo mucho más complejo, que trasciende holgadamente esa condición. De ese mecanismo forma parte una serie de personajes -atildados algunos, pintorescos otros- ninguno de ellos de una sola pieza. Lo impoluto no forma parte de ese mundo, dominado por una ambigüedad que tiene una representación “externa” (maquillajes, modales, vestuarios), pero también una ambigüedad “interna”, mucho más peligrosa y profunda, que se basa en la especulación, la trampa y la doble moral burguesa. Lo que no hay de ética, lo hay de cosmética.

Los invertidos tiene momentos reflexivos, de diálogo y de debate. En su adaptación criteriosa (no eximida de una buena podada), el director destaca esos instantes otorgándoles los tiempos justos. Las pausas son las adecuadas y el ritmo general es ágil, sin ser nunca atropellado.

Troncoso ambienta la acción en la época de origen. Los modales de entonces se despliegan como un abanico, vestidos al detalle por Ricardo Tello y en un contexto escenográfico realizado con propiedad por Rodolfo Carmona. Estos dos aspectos, de gran valor visual, se conjugan con un planteo espacial que divide la sala (ya no el escenario) en dos: a un lado, la casa respetada del doctor Flórez, el reino del orden; al otro, el bulo de Pérez, el reino del desparpajo y la perdición. En el medio: el público, que no sabe de qué lado ponerse y gira su cabeza hacia uno y otro siguiendo un ping-pong de falsedades.

Este respeto del director por recrear físicamente el pasado (seguro de que lo actual está garantizado desde los temas) nos permite disfrutar también de cierta “arqueología lingüística”: qué palabras se usaban por entonces, qué decían o referían, cómo resuenan hoy y qué nos dicen o dejan de decir. Tanto patrones como criados esgrimen tecnicismos o modismos para pensar y disfrutar. Y tanto patrones (víctimas/victimarios) como criados (mensajeros de la tragedia) tienen tanto para decir como para ocultar, en un fornido duelo de discreción versus indiscreción.

El otro aspecto interesante está en lo actoral, soportado por un elenco de extracción diversa, que deriva en una mixtura de estilos bien combinados. En general, prima el registro realista en los personajes de clase alta. Pero éstos son interpelados desde lo satírico, lo farsesco o lo pícaro-costumbrista por aquellos de clase baja o marginales (Petrona, Benito, los amigos de Pérez) creando momentos de desestabilización en el mundo de “los serios y respetados”. Momentos de incertidumbre, de pérdida de armonía en un mundo ya de por sí desquiciado. Y a esto se suma el tono melodramático aportado por Clara, en una apreciable, pero inusual actuación de Celeste Álvarez, que parece querer confirmar lo dicho en una entrevista: el Suzuki, en definitiva, es una técnica que te sirve para todo.

A su buena actuación se suman las de Víctor Arrojo, como un Benito multifunción, fiel hasta que se disponga lo contrario, y que hoy bien podría reconvertirse en chofer o jardinero; Diana Wol, una sirvienta (perdón, pero así se decía antes) que no sabe de academicismos (el homosexual es un “manflora”, y punto) y si es necesario hace memoria para ayudar a su ama; Marcelo Díaz en el papel de Pérez, jugueteando a fondo con ese cariz perverso que se le quiere otorgar a su “indefinición”; y Fernando Echenique, un Flórez de presencia sólida, intimidante, que recuerda a ciertos letrados o pater familias de la edad de oro del cine argentino. El resto del elenco no desentona para nada.

Entonces, hay motivos de sobra para engancharse con Los invertidos. Quien se quiera quedar en la discusión si la obra, y en consecuencia González Castillo, son homofóbicos o no, puede hacerlo. Quien quiera quedarse en las tesis criminalísticas, también. Pero se estaría quedando en el ’14, cuando a la obra la perseguía la censura y al autor se lo atacaba desde dos frentes: los que lo consideraban apologista y los que lo veían como un reaccionario.

Los invertidos es mucho más: es el glamour de lo prohibido, el patriarcado, el machismo femenino, la extorsión, la coima, el fantasma del pasado, los cuerpos insatisfechos... y también sus almas.

 

Ficha:

Los invertidos, de José González Castillo. Dirección general y puesta en escena: Guillermo Troncoso. Intérpretes: Celeste Álvarez, Diana Wol, Marcelo Díaz, Fernando Echenique, Víctor Arrojo, Federico Castro, Fabricio Mattioli, Agustín Díaz, Álvaro Benavente y Exequiel Sosa Lesta. Asistencia: Dino Cortez. Escenografía: Rodolfo Carmona. Vestuario: Ricardo Tello. Asistente técnico: Juan López. Fotografía: Damián Soloducha. Diseño: Gabriel Fernández. Sala: Nave Cultural (1). Función del 23/08/18.