365 días: ¡Jujujajujaju!
Por Fausto J. Alfonso
En 365 días, la directora Barbara Bialowas se ofrece en sacrificio. Su entrega es completa, sin reservas. “Ésta -y esto que les ofrezco- soy yo”, pareciera decirnos. “¡Disparen a matar!”, sería su orden. Y la mitad del planeta lo está haciendo, con munición de la gruesa, mientras la otra mitad se babea con cuanto clisé brota del megabodrio del siglo. Sí, se sabe, el público siempre tiene la razón. Sobre todo, la segunda mitad, los babeantes. Así que todo bien con ese cincuenta por ciento. Sigan así. Para su deleite, ya vienen las otras dos partes de la saga.
Ahora, más allá de este River-Boca en torno del film, que incluso ha trizado la sororidad (hay mujeres que aprueban la censura de la película y otras ya la bautizan como obra de culto), el caso es que muchas cosas llaman la atención. Pero sobre todo dos. Primero, que se hayan necesitado ¡cuatro guionistas! (entre quienes está la autora de la novela), a quienes hacemos el favor de no nombrarlos a fin de no alterar más el orden social y preservar su seguridad personal. Segundo, el absoluto desconocimiento que Bialowas evidencia de la historia del cine en general y del cine polaco en particular. Solo de ese modo se entiende que se haya atrevido a tanto.
Se ha dicho hasta el hartazgo: el cine polaco es uno de los más conspicuos de la historia. De su cantera han surgido Wajda, Kawalerowicz, Skolimowski, Munk, Zanussi, Kieslowski, Zulawski, Polanski, Holland, Borowczyk, Majewski, Pawlikowski, Szumowska… ¡Bue! ¿Para qué seguir? Directores/as jugados/as, creativos/as, provocadores, tortuosos/as, incisivos/as, incómodos/as… También eróticos/as, como se pretende el film de Bialowas. Pero claro, todos talentosos/as. Con una indisimulable impronta personal y una huella que queda marcada profundamente en el espectador. En honor a semejante tradición, no queda otra que decir: ¡Perdón, maestros!
Pero bueno, todo cineasta está en su derecho a darse un lujito. Y la directora en cuestión se da varios. Literales y abstractos. Nos enrostra una película que debe haber costado lo que no se le ve al protagonista masculino y que no se priva de paradisíacos paisajes, deslumbrantes interiores y cualquier materialidad (desde un yate a un jarrón) que cotice en bolsa. Todo bien hasta allí, como señuelo visual. Pero detrás de eso, no hay nada. La retórica visual publicitaria lo embadurna todo. Empalaga. A la artificiosidad y (al mismo tiempo) lo básico de los diálogos, se suman el pésimo casting y la absoluta previsibilidad del guión y su estructura. Pero ella, Barbarita, no se priva de apelar a la sensiblería, si es necesario; a los chistes, de cuando en cuando; y al afecto, entre zamarreo y zamarreo. Todo, del modo más elemental posible y a partir de un planteo y futuro hilo conductor tan descabellado que es imposible no mover a la risa.
Hacer que la protagonista chupe hielo, chupe helado y chupe cerezas, como previa a lo que ya se sabe que sigue, denota, una vez más, su falta de experiencia, al menos frente a una pantalla. Iluminar al protagonista desde atrás, sentado en tremendo sillón y con los pectorales a punto caramelo es desconocer que en Argentina hay alguien que se llama Sebastián Estevanez y que hace lo mismo por mucho menos. Sacar de compras a la secuestrada Laura a cada rato nos obliga a whatsappear a Julia Roberts y Richard Gere pidiéndoles disculpas. ¿Y el erotismo? Bien, gracias. Una acumulación de revolcones desaforados, donde ambos parecen sufrir más de lo que disfrutan, y descomunales planos aéreos en los que la pequeña desnudez de los cuerpos parece el logo de una gran embarcación. En términos de inflamable, Nueve semanas y media es Infierno en la torre al lado de semejante basura. Perdón, perdón, me exalté.
Y disculpas por usar la primera persona, pero 365 me pudo. Lo que pasa es que más allá de cualquier análisis moral que se pueda hacer del film (¡basta de moralina, por favor!), todo es ridículo. Los personajes son infradotados que se la dan de políglotas y que meten bocadillos sobre mitología vaya a saber uno para qué. Ella, con sus ínfulas de muñeca brava, que se van desmoronando del modo más inverosímil. Y él con su cara de póker, niño mafioso que lo tiene todo menos la sonrisa. Si es para sopapearlos. Metafóricamente, claro. Porque el cine no engendra la violencia (“un mensaje”).
En su involuntaria comicidad, muchas escenas compiten entre sí. De allí que sería muy difícil elegir la mejor, o sea, la peor. Pero quizás pinten para el podio ésas en las que aparece el tipo, siempre de la nada y con un halo enigmático, y susurra: “¿Te perdiste, muñeca?” En esos precisos momentos dan ganas de hacer un zoom con Barbara y Mr. Netflix y decirles “¿qué pretenden ustedes de mí? Yo pago el abono. ¿Qué más quieren?”
El daño ya está hecho. Barbara debería pedir perdón. Pero se me ocurre que no lo hará y que dirigirá la segunda parte. Bienvenido el gesto, sobre todo si es para remedar el error de la primera. Mientras, le acerco algunos talleres que puede hacer, por fuera de Polonia, ya que le gusta moverse por el mundo: Introducción a la mafia, co-dictado por Francis Ford Coppola y Martin Scorsese; Cómo abordar el Síndrome de Estocolmo, por Liliana Cavani; Drogas y psicodelia, por Gaspar Noé; El erotismo y su constante duda, por Paul Verhoeven (planos) y Tinto Brass (ángulos); y La publicidad y el video-clip como inspiraciones más no fundamentalismos (un nombre largo, pero así lo decidió el docente), a cargo de Alan Parker.
365 días, concluyendo, es cine elemental. Retrógrado. Pero por todo. No por lo obvio. Parece un chiste. Bien empilchado, pero un chiste. De allí la risa de Larguirucho en el título de esta crítica. Una risa que esperaba su momento de lucimiento y aquí bien se lo ha ganado.
Ficha:
365 días (365 dni, Polonia, 2020, 116’). Dirección: Barbara Bialowas. Guión: Barbara Bialowas, Tomasz Klimala, Tomasz Mandes y Blanka Lipinska (Novela: Blanka Lipinska). Música: Michal Sarapata y Mateusz Sarapata. Fotografía: Bartek Cierlica. Intérpretes: Anna-Maria Sieklucka y Michele Morrone.