Barajar y dar de nuevo, pero con valores

12.05.2016 08:23

El librotorio. De Sergio Martínez. Elenco: Comediarte. Con: Marta Rebulá, David Amaya y Raúl Alcaraz. Música original: Oscar Sorribe. Escenografía: Eugenia Susel y Claudia Fascio. Vestuario: Claudia Fascio. Dirección: Luciano Ruiz. Teatro Independencia (función del 08-05-16).

 

En ocasiones, para construir primero hay que deconstruir. Los posmodernos saben mucho de eso. Tanto como que los resultados de la neoconstrucción pueden ser satisfactorios o decepcionantes; cuando no, quedarse a mitad de camino. En una obra teatral (y también en ocasiones) para generar conflicto es necesario apagar los conflictos previos a la obra misma. Para esto, se debe apelar a una intertextualidad más o menos explícita, de modo que el espectador sepa de dónde vienen los incendios que se sofocan.

En una propuesta infantil, donde los niños integran la mayoría del público, esa intertextualidad es más que menos explícita. Las razones son obvias y nada tienen que ver con subestimar a la criatura (lo cual, desde lo políticamente correcto, ya sabemos que sería estigmatizante, denigrante, discriminatorio y bla bla bla). Pero son niños. El intertexto debe estar a su alcance. Debe ser notorio. Como en El librotorio.

Conciente de ello, Sergio Martínez escribió esta obra que encontró en Luciano Ruiz un adecuado traductor escénico. El mendocino Ruiz, que hace más de una década está instalado en España, estuvo durante un mes girando por Mendoza con su elenco catalán Comediarte, mostrando propuestas para chicos y grandes en distintas salas de diferentes departamentos.

Con El librotorio, Ruiz se ganó la rápida complicidad de los niños, con buen feedback en los espacios de participación y atención concentrada para los momentos de intriga. La trama apunta a mezclar y a la vez equilibrar intereses. Por eso el chico curioso disfruta del espectáculo, al ver que entre los tres personajes se reparten y cubren aquellos “gustos” que pegan en la infancia de un niño promedio: la investigación y la experimentación (encarnada en el doctor Boris, el científico), la pasión por las historias (de la mano del señor Bonastre, el bibliotecario), y la posibilidad de crear y volar con la imaginación (en la piel de Clareta, una chica simpática y extrovertida).

La relectura de cuentos clásicos, con la ayuda de ciertas estrategias de laboratorio, permite al trío acercar al niño aquellos valores que debieran ser rutina en todos y de por vida. Por eso, y como ejemplos, se empeñan para que los tres chanchitos sean solidarios, construyendo entre todos una casa; o para que Caperucita se ponga las pilas y no se deje amedrentar por el lobo (aquí lobito). Dicho sea de paso, hay una ingeniosa referencia al “colorín colorado” con que se cierran los cuentos, más juguetona que dramática, pero ingeniosa al fin.

La puesta se impone sumando dinamismo y espontaneidad, bajo el argumento de satirizar los clisés y al mismo tiempo derribar arquetipos. Las canciones ayudan a subrayar una y otra cosa, y la presencia de entretenimientos tradicionales infantiles (como el monopatín) y de la tecnología (la música vía auriculares) hablan de la búsqueda de un deseado –y delicado- equilibrio para el universo infantil.

Valiéndose de los accesorios mínimos indispensables como para cambiar rápida y efectivamente de roles, los tres intérpretes se muestran en sintonía. El consagrado monologuista Raúl Alcaraz -excelente- vuelve pícara su sobriedad de bibliotecario y hace reír desmitificando el gesto de intelectual. Marta Rebulá se define con simpatía y gracia circense y le saca el jugo a la destreza física. Un paso atrás, David Amaya, como el científico, ensaya torpezas y despistes varios; aunque termina por lucirse más con su breve intervención paródica de la madre de Caperucita (algo que se comenta, aunque de modo irónico, en la misma obra).

La buena paleta de colores, bien distintivos para el vestuario de cada personaje, se ensambla visualmente con el panel plegable y reversible que oficia de único marco escenográfico y que por sus dimensiones (evidentemente pensado para espacios pequeños y no para el Independencia) no se luce todo lo que debiera.

El librotorio apunta a elevar la autoestima, a no ser permeable a cualquier opinión, a trabajar en equipo, a no temerle a la creatividad. Pero todo, dicho –y mostrado- con moderación, sin subrayados. Cosa que se agradece.

Fausto J. Alfonso