Brasas en su justa medida
Por Fausto J. Alfonso
Brasas (fuego de noche) es una fotografía sobre la inmovilidad, con una madre postrada como máximo símbolo y cuatro hijos predestinados a roles inmodificables. El director Rubén González Mayo y un elenco eficaz transparentan esa foto. La transforman en una radiografía de lo reprimido, lo autoritario y la soledad, a partir de situaciones íntimas y lacerantes, alumbradas con buen gusto y coloreadas en la línea del beige, el ocre, el sepia, dando la idea de algo engañosamente viejo.
Porque, efectivamente, lo que parece una postal de un tiempo ido, no es más ni menos que el retrato de un grupo familiar anclado en el tiempo (que es otra cosa). Se trata de una realidad que atrasa y se puede encontrar en muchos ambientes rurales de cualquier rincón de nuestro país. Allí donde las mujeres bordan (literalmente) su rutina de sometimiento y los hombres heredan un abuso de autoridad, en muchas ocasiones con el aval materno.
La obra de Borra García -a nivel argumental- nos recuerda a algunas cosas de Manuel Puig y a otras del tándem Beatriz Guido-Leopoldo Torre Nilsson. Chicas a las que la sangre le hierve, que no les queda otra que oficiar de voyeur (en este caso para espiar a un tal Ramón), que viven sofocadas por el calor interno y externo, alimentándose del folletín tipo Corín Tellado y moviendo el cuerpo con discreción si la radio las gratifica con algún tema acorde.
Quizás para evidenciar más la crítica a lo patriarcal, en esta versión una de las cuatro hermanas es un varón, Alciro (Jorge Rosas). Es el mayor, ostenta el poder y tiene como misión preservar de modo inalterable las relaciones y las jerarquías, mientras la madre, que imaginamos patética, agoniza en una habitación contigua desde hace años. Este cambio de mujer a varón contribuye a romper desde lo visual el paisaje escénico y a estar en sintonía con algunos debates actuales. Y sirve para contraponer a otros modelos de varón (que no se ven pero de los que se habla): Julio, el añorado, y el citado Ramón, el deseado o idealizado.
Pero, y aquí está lo más interesante, tanto el texto en sí como la puesta evitan la obviedad y el subrayado (en la línea de lo que ha venido haciendo G.Mayo). El primero está trabajado con laboriosidad. Es corto, poético, con detalles y recursos que juegan a la repetición de modo minimalista. La segunda se vale de esto último para plantear escenas que nos hacen especular con cambios, pero que en realidad son variaciones para confirmar aquella inmovilidad, aquella foto fija que dijimos al comienzo. Ïntimamente, a la luz de las velas, o abiertamente, a plena luz, los reproches y frustraciones son los mismos.
Nada puede cambiar en esa casa cerrada de esa finca maldita y sus alrededores. Cercanías en las que vive una de las hermanas, Leonor (Sonnia De Monte), la rebelde que se pudo “independizar”, aunque siempre será tema de discusión familiar el cómo y a costa de qué. Tanto ella como sus hermanas responden a perfiles muy definidos. Son personajes que las actrices han creado y trabajado, y que el director ha sabido marcar para realzar sus particulares detalles. Pero no son estereotipos. En todo caso, son modelos con variaciones, que se expresan con sus dichos, pero también con sus fantasías, los objetos que manipulan y sus vestimentas, que alcanzan a sus calzados (o pies desnudos, en un caso).
A la citada rebelde se suman la boquita pintada Celina (Laura Lahoz) y la pacata Noemí (Vivi Montiel). La primera no deja de maquinar con su imaginación, la otra se pliega a la tradición del oscurantismo, validando las ocurrencias del hermano mayor y perfilándose a reproducir el modelo materno. Las amenazas del clima y la oscuridad que esconde muchas cosas (al decir de Leonor) cercan la vida de las muchachas. El calor incomoda y la fusta manda.
De Monte aporta brío y descaro en dosis justas. Montiel transmite la austeridad de una mujer acostumbrada a la censura. Y Lahoz, a veces pícara, a veces ingenua, se mueve con gracia por entre las únicas tres sillas que conforman el mobiliario. Eso sí, las tres, comparten la frustración y la manifiestan a su modo.
Por otro lado, el teatro mendocino recupera la figura de Jorge Rosas, ausente desde hace un tiempo. Firme en su autoridad, pero sin desbordes de ningún tipo, es el victimario y también el heredero-víctima de esa nefasta tradición ancestral.
Los cuatro intérpretes -que se mantienen en escena de principio a fin- tejen con su experiencia un sólido sistema de relaciones. Lo físico y lo verbal se ajustan a la concisión de las ideas del texto. No hay nada de más. Tampoco de menos. Son las brasas en su justa medida.
Ficha:
Brasas (fuego de noche), de Rogelio Borra García. Dirección y puesta en escena: Rubén González Mayo. Producción general: Grupo Teatral Independiente Les Ex. Intérpretes: Sonnia De Monte, Laura Lahoz, Vivi Montiel y Jorge Rosas. Vestuario: Musas Ropajes Teatrales y Julio Basle. Escenografía: J. Basle. Fotografía y diseño gráfico: Nahuel Salcedo. Sala: Ana Frank (Maipú 230, Mendoza). Función del 25-08-2023.