Claudio Martínez o la máquina de jugar

07.07.2021 00:26

Por Fausto J. Alfonso

 

Sería absurdo pedir que el Estado y los medios -no todos, pero casi- recuerden a sus artistas después de muertos, ya que no los consideran en vida. Dicho de otro modo: en un país donde se ningunea a los vivos, no extraña que se ningunee a los muertos.

A un mes del fallecimiento del actor, dramaturgo y director Claudio Martínez, los medios masivos no han reaccionado con un artículo de despedida a la altura de las circunstancias. Pasó días después con la actriz Lucy Fernández, más atrás con el también actor y director Hugo Vargas y con la dramaturga Susana Tampieri y, un poco más atrás, con un gran referente como Maximino Moyano. Por supuesto, pasa con artistas de todas las disciplinas, no sólo del teatro, y ocurre desde hace un buen rato.

Esta fotografía del desprecio y de la falta de compromiso habla a las claras de la ignorancia y la apatía que se han apoderado de los medios (del Estado ni hablar), con las secciones de Espectáculos y Cultura a la cabeza. A éstas les basta con unas míseras líneas, poco más que una gacetilla, para cumplir. Anuncian una muerte, semblanteando al muerto desde el lugar común y esparciendo tres o cuatro datos -que sus pares reciclan en modo infinito- de su trayectoria. Una trayectoria que el lector debe presumir importante.

Pero para despedir a un muerto, hay que haberlo conocido. Ése es el punto. No hay que interpretar el papel de pariente, como los personajes de Los asesinos de los días de fiesta, de Marco Denevi (y la adaptación fílmica de Damiano Damiani). Actores en situación de malaria -algo común en el oficio- que aceptaban participar de una farsa, haciendo de cuenta que conocían al difunto de turno.

Tal vez los medios, influidos por un Estado cínico, esperan contar con un buen número de muertos para hacer un gran homenaje. Dedicarles un suplemento gráfico completo o un especial de radio o televisión de larga duración. Cuando no, un sitio digital expresamente diseñado para la ocasión, como un paseo de la fama post mortem, donde el concepto de estrella se podría justificar de distintos modos. Hoy, atravesamos una época en la que los homenajes -cuando los hay- se anticipan o se retardan, según les convenga a quienes los organicen.

Claudio Martínez fue una figura versátil y esencial para el teatro. No sólo para el mendocino, ya que su presencia circuló por buena parte de la geografía argentina, creando grupos o como director invitado. Multifacético, hay quienes lo circunscriben a y admiran por sus numerosas puestas de teatro infantil. Otros hacen lo propio a partir de sus montajes para adultos. Hay quienes acentúan su dramaturgia y otros más que lo conocieron a partir de las propuestas didácticas que, desprendidas de sus obras, figuran en distintos textos sobre pedagogía teatral. Inquieto hasta al final, por estos días se puede ver en la tv mendocina Geometría de un artista. Un ciclo que ideó e impulsó, junto a Adrián Sorrentino y Lila Medina, para potenciar la valía de los intérpretes mendocinos.

Junto a Adriana Gigena fundó el grupo La Libélula, que derivó en numerosos e incuestionables éxitos del teatro infantil: La máquina de jugar (un hito que recorrió el país, se ganó todo y fue suceso en Necochea), Ensalada de juguetes (otro suceso, esta vez en Mar del Plata), Diversiones inventadas, Romeo y Julieta, Los superhéroes también toman la leche, por citar solo algunos.

Pero bajo el mismo rótulo, incursionó con puestas para adultos, como Postales argentinas, de Ricardo Bartís -con la que se lució en la Fiesta Nacional del Teatro celebrada en Mardel- o la entrañable y potente Rojos globos rojos, de Eduardo Pavlovsky, con un brillante Guillermo Troncoso como El Cardenal. Rojos… significó, sin dudas, uno de los picos de calidad en la dirección de Martínez.

Siempre lúdico, y trabajando con lo farsesco y lo satírico, Martínez no le escapó nunca al compromiso y tampoco excluyó al espectador abusando de misterios y componentes crípticos. Desde sus inicios, sus propuestas transparentaron una intención crítica sobre la base de una narrativa escénica ágil, traducida en montajes creativos y actuaciones muy físicas. Un teatro franco, pero no ingenuo.

Ya en El nuevo mundo, la obra de Carlos Somigliana, allá por el ’92, esta necesidad de hacer reflexionar desde un lenguaje visual e interpretativo entretenido quedó claramente expresada. Aquella puesta, centrada en el tema de la hipocresía, le significó sus primeros premios y lo insinuó como un director al que le gustaban las vueltas de tuerca y el aporte de algún plus de carácter espectacular, como fue -en esa ocasión- la presencia del Cuarteto de Cuerdas Mendoza introduciendo al espectador en la historia.

La vasta trayectoria de Martínez incluye curiosidades varias. Como la dirección de Touché, obra de Patricia Slukich destinada exclusivamente al público femenino (hablamos del ’93, ’94), y a la que quien suscribe intentó colarse hasta que se interpuso el cuerpo de Martínez, quien con voz más grave que lo habitual, se despachó con un “Disculpame, hermano”.

Claudio Martínez fue parte del grupo fundador del emblemático Cajamarca, liderado desde sus inicios y hasta hoy por Víctor Arrojo. Títulos como Historia de la guita, La boda, Juana de América y Cóndor, ilustraron esa etapa, allá entre fines de los ’80 y fines de los ’90. También se prendió a Los Insufribles, grupo nacido del taller-estudio Cajamarca en 1987, conducido por el mismo Arrojo, a quien más adelante y a su vez, Martínez dirigiría en Neuróticos on line y Rotos de amor.

Claudio alternó siempre las tareas de actor y director, y mantuvo una fluida relación con su hermano Sergio, también dramaturgo, actor y director, con el que compartió numerosos proyectos. Uno de los más recordados es Almas gordas, escrito e interpretado por Sergio, con dirección de Claudio.

También dirigió al Elenco Estable de la UNCuyo en La mantis religiosa, de Alejandro Sieveking, y dejó huellas indelebles en Catamarca, cuando condujo durante algunos años la Comedia Municipal. Fue con ésta que montó otra obra de su hermano: Agosto. También con los catamarqueños realizó Romeo y Julieta, un amor con piruetas; La princesa Vanessa, El médico a palos, y más.

Desprejuiciado y con la intención de llegar al público de todos los modos posibles, y en todo contexto, no le escapó a los números puestos del teatro comercial. Y en ese sentido, su versión de Rotos de amor, de Rafael Bruza, se transformó en un éxito ininterrumpido por siete temporadas. Antes, en esa línea, también le había ido bien con Locos de contentos, de Jacobo Langsner.

Dirigido por Rubens Correa, actuó en Los compadritos, de Roberto Cossa. Ganó el concurso de la Comedia Municipal Cristóbal Arnold para montar Tartufo, el impostor, de Moliére. Fue docente en la carrera de Artes del Espectáculo en la FAD de la UNCuyo. Dirigió una Vendimia central real y un segmento de la -hasta ahora- única edición virtual.

También asomó por películas y miniseries, en cine (hace poco en el gore Muere, monstruo, muere) y tv (hace mucho, en la comedia Locanal). Narró e interpretó unipersonales. No dejó modalidad sin recorrer. Apostó al teatro-concert (por ejemplo, con Ataque de pánico, junto a su amigo Aníbal Villa). E incluso fue parte de la radio, donde hasta poco antes de su muerte condujo Curiosas curiosidades, por Nacional Mendoza. Fue una verdadera máquina de jugar.

Entre sus últimos trabajos para la escena figuran El club de las atrapasueños, con el elenco Pisa Pisuela; y Abrapalabra, en la que actuó, dirigió y compartió la escena con su hijo Augusto Martínez Gigena (el mago Augusto The Looper). A su lado alcanzó a rotar por los escenarios de provincias cercanas bajo el sello Teatro Móvil Mendoza.

El pasado 24 de marzo -Día de la Memoria por la Verdad y la Justicia- dirigió Ladrillo, papel y agua, una creación propia. Fue una de sus últimas incursiones. Pero no una más, porque se concretó durante el acto que supuso la conversión de la ex comisaría Séptima de Godoy Cruz (centro clandestino de detención y tortura) en un nuevo sitio para la memoria.   

Por más de tres décadas, su persona se mantuvo vigente e indisociable de la actividad teatral mendocina y nacional. Y ya en este punto, bien cabe el remanido etcétera, etcétera. Porque relevar la polifacética trayectoria de Claudio Martínez en su verdadera dimensión (cuanti y cualitativa), obligaría a un trabajo mucho más exhaustivo, que esperemos llegue algún día.

Por lo pronto, va este pequeño homenaje a un mes de su desaparición. Llega a destiempo, como todos. Es cierto y debemos reconocerlo para no caer en contradicciones. Pero al menos se pretende sentido y sin la urgencia de cubrir el rol de pariente falso.