Dramaturgos al pie del Aconcagua*
“Buenos son los dramaturgos que viven sobre ascuas con lo que ocurrió, lo que ocurre y lo que ocurrirá”.
Fernando Lorenzo
Por Fausto J. Alfonso
Quien insiste con el slogan Mendoza: tierra del sol y del buen vino se queda corto. O cortísimo. La provincia es pródiga en muchos aspectos y su producción simbólica es uno de ellos. En ese marco, la dramaturgia ocupa una amplia franja, que atraviesa con intensidad la historia del lugar desde aquel 1860, cuando Leopoldo Zuloaga (1827-1881) fechó su provocador sainete político El gobierno de Nazar, hasta hoy, en que toda una generación de jóvenes se lanza con sus escritos explorando nuevos temas y estéticas o reversionando en claves muy originales los mitos de siempre.
La historia de la dramaturgia mendocina ha alternado lo regionalista con lo universal sin sonrojarse. Por momentos ha privilegiado lo autóctono (en términos culturales, históricos, sociales y políticos); por otros ha intentado espejar modelos porteños, con mayor o menor suerte; y siempre ha correspondido a las tendencias globales. Así, en su devenir encontramos sátiras políticas, teatro histórico, dramas indigenistas, teatro urbano y rural, lo gauchesco, lo filosófico y expresionista, el realismo reflexivo, el absurdo, lo épico-brechtiano, las nuevas tendencias y el teatro posdramático, donde la dramaturgia equipara su jerarquía a la del resto de los componentes del espectáculo.
Los inicios. Si Zuloaga dio el puntapié inicial con aquel picante y hasta desfachatado drama en verso, que ridiculizaba a Laureano Nazar, el gobernador de turno, Manuel José Olascoaga (1835-1911) consolidó las bases del teatro histórico con Facundo (1903), donde traza una semblanza bastante sanguinaria del caudillo. Olascoaga fue prolífico e incursionó en varios géneros, algunos insólitos para el lugar y la época, como el drama musical histórico, muy cercano a la ópera, cristalizado en Liú Huincá (El extranjero blanco, en dialecto araucano), de 1899.
Durante todo el siglo XX, muchos autores siguieron luego las huellas del teatro histórico: Lázaro Schallman (El grito sagrado), Esther Monasterio (Fray Luis Beltrán), María Bertha Villegas (La historia dramatizada), Bernardo Roitman (El pacto) y Salvador Sánchez (Proceso a Yrigoyen), entre varios más de las distintas décadas. Liú Huincá también se convirtió en punta de lanza de un teatro de contenido indigenista, que alcanzará una de sus cotas más altas con Nahueiquintún (1963), de Fernando Lorenzo y Alberto Rodríguez (h.).
El teatro campero/rural tuvo a un gran exponente en Guillermo Petra Sierralta (1903-1977), con La correntada (1929) y otros textos. Juan Draghi Lucero, más conocido por su narrativa de inspiración folklórica, aportó las comedias La bodeguita y Hondas y piedras, ambas de 1932, la última con la originalidad de tres finales distintos. En la línea del drama rural mendocino, brilló Fernando Barcia Gigena (Premio Argentores) con La amarga (1979), que denota un estudio profundo de la coloquialidad del sur mendocino y, desde ahí, la búsqueda de un lenguaje poético y de fuerza regional.
Los mediados. Sobre mediados del XX, el drama mendocino se nutrió de varios autores: Luis Mazziotti (La treta), Enrique Peralta Andrade (Después vendrá el olvido), Néstor Vega (La sed), Juan José Beoletto (Cartas para el fuego), Juan Arias (El sumidero) y, sobre todo, Humberto Crimi, quien trascendió además como docente, teórico, historiador y guionista cinematográfico. A él le debemos un buen puñado de obras, generalmente asociadas a la farsa y la comedia, entre las que se destacan Simón el mago (1950); La perfección (1951); El protegido de San Juan (1952) y El hombre que no quiso volver (1953). Por su parte, y para la misma época, Antonio Pagés Larraya, importante ensayista y poeta, hizo su aporte al teatro gauchesco, destacándose en su producción Santos Vega, el payador (1953).
Corriéndose de lo regional, aunque -según los casos- conservando rasgos locales en el tratamiento del lenguaje, se impone la figura de Elvira Maure de Segovia (Premio Argentores), sobre todo con El teorema (1978), de fuerte impronta expresionista y con un valor simbólico y de connotaciones universales. En Alfonsina (1987), la figura de la poetisa también se contextualiza entre trazos expresionistas a partir de una historia resuelta por raccontos. En tanto, en Adiós Olimpia (2000, Premio A las Tablas), sobrevuela una cuestión autobiográfica, aunque se eluden referencias directas. Es un homenaje a una figura emblemática de una Mendoza ya ida: la Maga Correas, artista y mecenas. La autora recurre esta vez a los artificios del grotesco. Con sensibilidad y también desmesura, reflexiona sobre los valores que una sociedad desmemoriada, desagradecida, ha terminado por sepultar.
La indagación crítica de la realidad, que llegara con el Nuevo Realismo de los ‘60, tuvo su correspondencia en autoras como Ángela Ternavasio, sobre todo con Las fosas natales (1973), feroz crítica a la organización familiar, y luego con Las fosas sociales y La nona se queda. Pero también en Susana Tampieri, con Cantando los cuarenta (1978), completa radiografía sobre las problemáticas de la mujer (mandatos, destratos, prejuicios, tabúes) en el siglo XX.
El absurdo. Justamente Tampieri (Ab-zurdo, El sí de las abuelas, Nos: los artistas, Persona ¡je!) será uno de los nombres clave en la avanzada absurdista de la dramaturgia mendocina y se transformará en la autora local más llevada a escena en la historia del teatro mendocino. También más que cualquier autor varón. “Susana Tampieri acude al homo ridens que anida en cada una de nuestras conciencias porque el humor es parte de la vida misma; no se trata de la percepción festiva y alegre del mundo, sino del conflictivo enfrentamiento entre las fuerzas de la autoridad convencional y las fuerzas de la rebelión. Por eso recurre a la farsa, en su variante contemporánea, plagada de cinismo, denominada farsa negra, donde sus personajes son conscientes de sus errores, y se transforman en patéticos”.[1]
El absurdismo en Mendoza tuvo como pionero a Justo Pedro Franco, quien desde su debut con el “monólogo dialogado” Solo, se transformó en un polemista y en un provocador a los conservadores modos mendocinos. Con Los cónyuges (1962), un adelantado retrato de una pareja de homosexuales, que hizo tambalear Mendoza, provocó la intervención (y censura) del Arzobispado, y generó verdaderas grescas verbales y físicas entre los conservadores del teatro y los que proponían novedades. Valiéndose de los principios formales vanguardistas, Franco introdujo problemáticas sociales e individuales del momento. Sus planteos y recursos resultaron desconcertantes para el público y sus preocupaciones se equipararon a las de sus colegas de las grandes urbes. Autor también de La voz eterna, Sur de muertes, Coto y El triunfo de la civilización, entre otras, la senda absurdista abierta por él, y en alguna medida también por Luis Arias Robau (Los locos y los cuerdos), se intensificó con los aportes de Clara Giol Bressan (La puerta de sal), Ramón Abdala (Cortar la cadena), Alberto Atienza (Profesor Doctor Álvar Núñez Cabeza de Vaca), los ya citados Tampieri, Maure de Segovia y Lorenzo, y varios más.
Ilustres: aquí y más allá. A propósito de Lorenzo, en el refaccionado a nuevo Teatro Mendoza, una de las salas más importantes de la provincia, se montó hace poco una nueva versión de Los establos de su majestad, una farsa sobre la Conquista del Desierto, considerada a esta altura un clásico de la dramaturgia local. El texto fue co-escrito por Alberto Rodríguez (h.) y Fernando Lorenzo, autor clave para la provincia y fuente de inspiración para muchos de su generación posterior. Obras como Alice Moreau (en co-autoría con Silvia Ghilardi), El cerrojo, El concierto a fuego lento de la señora Decroly, La conferencia o Un lunes, hablan de un creador lúcido y muy irónico que frecuentó variadas estéticas, desde lo indigenista hasta el neogrotesco.[2] Los establos de su majestad es, además, un importante ejemplo de la influencia del modelo épico-brechtiano en suelo mendocino, para desarrollar críticamente un capítulo importante de la historia argentina.
Por los ‘70 se impone la figura de Manuel Corominola, también periodista de vastísima trayectoria, cuya dramaturgia llegó en numerosas ocasiones a la escena mendocina. Son parte de su producción Los apóstatas, La cesación, El bonete de Reynaldo y -una pieza clave- La razón de la locura, montada en el ‘87 en el Teatro Nacional Cervantes, por el mendocino Grupo Raíz, dirigido por Ana María Araujo.
Algunos autores, nacidos y/o criados en Mendoza, han trascendido el perímetro provincial, volviéndose nacionales o internacionales. Sin embargo, pese a radicarse finalmente en otros sitios, nunca han dejado de considerarse referencia obligada a la hora de historiar sobre la dramaturgia mendocina. Los casos más elocuentes son los del polifacético Rodolfo Braceli (Federico García viene a nacer) y Arístides Vargas (Nuestra señora de las nubes), quizás el dramaturgo latinoamericano más montado en el mundo.
Impronta de mujer I. Como se ve en esta apretadísima síntesis histórica, que cita apenas un pequeño puñado de nombres de dramaturgos/as (en relación con el total), la presencia de la mujer fue importante casi desde los inicios de la producción dramática, aunque siempre cuantitativamente menor a la de los hombres. El paso del tiempo siguió subrayando esa impronta con nombres como Susana Bombal (Morna), Mary Sclar (Lola Mora), Mariú Carrera (Adiós a las puntillas), Patricia de la Torre (Penelopeas), Silvina Livellara (La voracidad), Gladys Guerrero de Rocamora (La fuga indispensable), Nilda González (Nieblas del riachuelo), Patricia Slukich (Touché), Nora Fernández (Sur-realismo), entre otras.
La alvearense Sonnia De Monte es, desde mediados de los ‘80 hasta acá, una de las plumas más fuertes, por su capacidad productiva y penetración en el medio. Sus textos (Martínez, Pastoral, Bairoletto, el Pampero, Valde Bona, Fugitivos, Melescas, Mares de luna, y más) se representan con frecuencia y han sido merecedores de no pocos premios. Según ella, se inició como “dramaturgista, antes de que se acuñara el término”, en el marco del aluvión de creaciones colectivas que marcaron al teatro de la provincia a inicios de los ‘80. Su obra, que actualiza mitos, leyendas y hasta episodios bíblicos, es el resultado de un estudiado cruce de palabras e imágenes, desde una perspectiva feminista desprovista de clisés.
Experiencias. Más allá del trabajo en solitario de los creadores, sus búsquedas personales y formación individual, a lo largo de la historia de la dramaturgia mendocina hubo episodios importantes que contribuyeron a impulsar la escritura teatral. Uno de ellos ocurrió en 1973. En el Teatro La Montaña, dirigido por Juan Rossi, nació el Seminario de Autores Teatrales y de Televisión, bajo la conducción de Alma Bressan. Que en el ‘75 pasó a la Escuela de Teatro de la UNCuyo como Curso de Formación de Autores Teatrales, dirigido por Elvira Maure de Segovia, asistida por otro prolífico dramaturgo, Manuel Eduardo Vega (Desarraigo). Luego pasó a la Provincia hasta 1989. Fueron 12 años ininterrumpidos, de donde surgieron textos fundamentales. Los ya citados El teorema y La amarga son ejemplos elocuentes de ello. Luego de aquel seminario que ofició de germen, muchas otras acciones fueron convirtiendo a la provincia en tierra de dramaturgos. Entre las últimas, el ciclo independiente Cortodramas (2011-2018), que promovió la escritura de obras en pequeño formato, su puesta en escena, y el surgimiento de decenas de autores nuevos.
Los años ‘90. Hacia mediados/fines de los ‘90 la producción dramatúrgica se mostró visiblemente incrementada. Es la época en la que surgen, y poco después se consolidan, nombres como el prolífico Sacha Barrera Oro (Saravá), quien fuese becario del plan nacional INT-Argentores; Gustavo Cano (Plan de estudios) y Pablo Arabena (Si el corazón pudiese pensar se detendría), por ejemplo.
Al hablar de sus temáticas, Gustavo Cano asegura que presenta “enfoques de carácter social con aspectos de contradicción en el sentido dialéctico de la palabra, como problemáticas de género, la identidad de los sujetos en movimiento, la fragilidad del psiquismo y la salud mental, lo aparente, y aparecen de alguna manera la política, las luchas sociales, la explotación laboral, la mayoría de las veces no tan gráficas. Me gusta lo sugerido, aunque también me he arriesgado a lo explícito. Y si es explícito, lo más probable es que esté hablando de otra cosa”.
En lo estético, Cano busca “una mixtura entre Brecht, el surrealismo, algo de expresionismo, la convivencia del humor y lo trágico, referencias a sucesos o canciones de distintas épocas, y se cruzan muchas situaciones y asuntos cotidianos. Esto podría impregnarle al texto una lectura realista, pero si lo llegás a visualizar en términos de montaje, te vas a dar cuenta que el realismo se va a volver un contrasentido, aunque exprese temas reales y perfectamente reconocibles para el espectador. Como dice Arístides (Vargas): ‘qué necesita la realidad para que parezca real’”.
A este autor le interesan mucho los finales no felices, a lo Brecht, “generalmente planteándolos como irresueltos, en correlato con una de sus tesis más importantes: ¿por qué resolver en escena lo que el espectador tiene que resolver en la sociedad? No decirle al espectador lo que tiene que hacer, sino que se inquiete, que sepa que tiene que hacer algo y que descubra qué. Digo espectador, porque habitualmente omito al lector en la dramaturgia escrita: el lector es el artista que va a trabajar el texto, más allá de la gente que lea teatro. Agrego la consabida influencia de Arístides Vargas, más desde cierta organización textual, cierto abordaje de la escena, y bajo la noción de la palabra ausente o lo no dicho, que desde sus tópicos más frecuentes. También poco a poco estoy incorporando otros lenguajes, que en realidad son difíciles de plasmarlo en lo escrito -no habría por qué, tampoco- como es la danza o exploraciones performáticas. Ese plano correspondería más a una dramaturgia de dirección”.
También los ‘90 significó la repatriación de Daniel Fermani (Tridimensional Magdalena), tras más de 10 años en Italia, donde fundó la compañía Los Toritos, luego transplantada a Mendoza; y la aparición de Rubén Scattareggi (El viaje). Tanto uno como el otro con la particularidad de ser dueños de una dramaturgia bilingüe. Castellana-italiana para el caso de Fermani; castellana-inglesa, para el de Scattareggi. En este período también se afianza otro teatrista hoy muy popular: Sergio Martínez (Agosto).
Toda esta generación tiene en común el hecho de abordar otras prácticas de la actividad teatral: la actuación, la producción, la dirección… Sus integrantes son muy distintos a las generaciones precedentes de dramaturgos, que aportaron a la provincia desde una tarea más solitaria y de gabinete. Estos otros viven inmersos en el fenómeno total, más allá de las particularidades de sus escrituras. Sus textos son muy, pero muy, disímiles. Pero los hermana la visión integral del fenómeno teatral.
Por esa senda, se irán inscribiendo también otros nombres que vienen del campo de la actuación y la dirección: Ramiro Villalba (Desierto), Fernando Mancuso (Salvando las distancias), Alberto Eloy Muñoz (El aura de Lorenzo), Gustavo Casanova (Hedor Maldito), Belén Cherubini (Conchudo, el paraguas y el bastón), Alejandro Manzano (La araña), Iñaki Rojas (Jinete en la tormenta), Alejandro Conte (Amor de hombre o secuencia casi fotográfica de mi vida) u Ósjar Navarro Correa (Pajarito).
Para Rubén González Mayo (Fragmentario), también integrante de esta tendencia, su dramaturgia está “en permanente búsqueda, relacionándola con el presente. La voz surge desde ese ejercicio que por momentos se transforma en voz poética y por otros en limaduras de esquemas conocidos. No pretendo definiciones. Pretendo ir al encuentro del personaje relacionado con la historia que él mismo cuenta, saliéndome de ese esquema y transformarlo; llegar a la mirada propia, que siempre se despega de las otras”.
Últimamente… En los últimos años, la dramaturgia mendocina ha tomado un impulso muy grande. En ese marco, han surgido nombres como Gerónimo Miranda (Estelas, Las mujeres pájaros, Caníbal), Mau Funes (Suyai campeón, Cuando crezcas y tengas tus hijos te vas a dar cuenta lo que te digo) o Manuel García Migani (Mi humo al sol, Tus excesos y mi corazón atrapado en la noche). Este último ha logrado una muy buena proyección por fuera de la provincia y se ha transformado en un referente para los más jóvenes, a partir de su singular escritura, dotada de peculiares juegos témporo-espaciales, fragmentaciones y dimensiones paralelas.
Otro aspecto atendible de la actualidad hace pie en el sur provincial, más específicamente en la ciudad de San Rafael (del departamento homónimo), donde desde hace un tiempo distintos autores producen y estrenan con cierta regularidad. Algunos de ellos, también estrenan sus obras (o les son estrenadas por otros) en la capital mendocina. Edith Laborda (La mano negra), Sergio Bianchini (Crónica de dos poetas sin metáforas), María José Alcaya (Al sur de Girondo) y Marcos Martínez (Gaslighting) pertenecen a este grupo.
Respecto de su trabajo, dice Marcos Martínez: “Es difícil autodefinirse. Por empezar creo que hay dos dramaturgias distintas de las que podría hablarte y cómo ellas también se fueron transformando. Desde las dramaturgias de texto mis obras comienzan siendo un concepto, después van adquiriendo materialidad: personajes, argumento, sensaciones. Hay algo de teatro de tesis en esa búsqueda, aunque no sé si llego a tener la profundidad que amerita el término. Prefiero buscar una metáfora que ser verosímil. En cuanto a la dramaturgia de dirección considero que mi búsqueda está en tratar de pensar en la experiencia del otro en tanto espectador y cómo hacer que esa experiencia perdure. Antes me interesaba ‘enseñar’, ahora prefiero hacer preguntas desde el teatro, preguntas para las que quizás no tengo respuesta”.
A Martínez también le interesa hacerle preguntas al medio teatral en el que se desempeña: San Rafael. “Con Invertidas, la pregunta era sobre la acción real. Por lo tanto, todo en la obra era ‘real’: besos, caricias, juego previo sexual, etcétera. En Gaslighting, el cuestionamiento es sobre los géneros, lo masculino y lo femenino, y sobre las convenciones en el teatro. Basta con crear y romper una convención para que el efecto sorpresa aparezca. Siento que mi teatro coquetea con el teatro posdramático. Mis próximos trabajos, Yo contra el mundo y Constelación familiar imposible (beca del FNA) son obras de teatro documental”.
Impronta de mujer II. Pero tal vez una de las notas más destacadas del presente de la dramaturgia mendocina tenga que ver con la línea proveniente de las mujeres, varias de las cuales profundizan en las problemáticas que hoy se discuten a nivel país, con un acento puesto en lo social; en tanto otras, abordan conflictos más individuales o intimistas o recuperan mitos y tradiciones. Entre las muchas mujeres que están produciendo se encuentran: Gabriela Simón (Lo que viene), Gabriela Garro (Lo que esconden los sombreros), Belén Leyton (Bendita tú eres), Jorgelina Jenón (El guardián de los libros), Érica Gómez (La niña gallo), Carolina Duarte (Arnaldo Toma 3), Bárbara Hermann (Los espejos subterráneos, junto a Mauro Nasrala), Yamila Atur y Melody Moro (Úter), Laura Rodríguez (Capítulo), Vanina Corazza (Febrero adentro), Valeria Portillo y Andrea Cortez (La gata en celo).
“Definiría mi dramaturgia como ATP, siempre intento que baje una línea educativa, transformadora, trascendental, reflexiva -apunta Gabriela Garro-. Ningún contenido es azaroso; es más, está minuciosamente estudiado cada tema que deseo exponer. Y de ahí personalmente, como artista, como mamá, como docente y principalmente como persona empática, disfruto compartir mis ideas, ideales y formas de pensar. Planteos diversos ante temáticas como el bullying, la aceptación de las diferencias, la tolerancia hacia el diferente, la fantasía, la amistad, la familia y el amor siempre son temas que me inquietan, y cuando son atravesados por los tiempos que corren, tan apresurados y hostiles, trato de rescatar lo bueno y la fuerza que poseemos como personas para transformar realidades”.
Gabriela afirma que parte de una simpleza estética “para mostrarle al público que en lo simple está lo creativo. En tu habitación, como sea que sea, tenés un mundo para descubrir, así también en tus amigos y amigas, en tu familia, en tus juguetes, en tu entorno cotidiano. Allí habita la magia, habita la fantasía, porque es uno el artífice de su historia”.
María José Alcaya, por su parte, confiesa que “fue tan casual y lúdico mi encuentro con la dramaturgia que hasta el día de hoy no he pensado conscientemente en las decisiones estéticas o temáticas de lo que escribo. Sí tengo formas de trabajo y ejercicios que me ayudan a elaborar tramas y personajes, pero tengo incluso mucho pudor de meterme con géneros, autores o formas de hacer particulares por sentir que puedo no estar a la altura, que puede faltar profundidad. La escritura teatral surgió como una necesidad de contar experiencias con el mundo que estaban en mi cabeza y como una manera de expresar ideas que ni siquiera sabía que estaban ahí. Nunca siento que haya un tema que rija mi material, simplemente me dejo llevar por los personajes y lo que me dicen que les pasa”.
Belén Leyton asegura que su dramaturgia “surge primeramente de una necesidad personal de poner universos internos a dialogar. Particularmente, la dramaturgia escrita de forma individual está atravesada por vivencias personales, cargada de textos fragmentados y viscerales. Sin pensar en la posibilidad de que esa escritura dramática pueda o no llegar a traducirse en acontecimiento teatral de forma posterior. Solo guiándome por diversos recursos puramente dramatúrgicos y sin responder a una estética o género como guía.
“Lo que sí busco conscientemente -completa Belén- es poner en evidencia el cuerpo, los vínculos, cuestionar el poder y las instituciones y los discursos patriarcales que éstos promueven, y utilizando al teatro como abordaje crítico de lo que me atraviesa de forma individual pero que de alguna manera se vuelve colectivo cuando traspasa las fronteras de lo escrito, ya sea para ser leído o representado. A su vez he participado de diversas dramaturgias colectivas, que luego se han transformado en hecho teatral de géneros diversos, respondiendo en su mayoría a un proceso de abordaje de la literatura de los cuentos como disparador para la dramaturgia y la puesta en escena”.
El hoy según sus protagonistas. A la hora de analizar el momento actual de la dramaturgia mendocina, Rubén González Mayo opina: “Estimo y valoro las distintas temáticas de dramaturgas y dramaturgos mendocinos a través de sus propuestas; y distingo las miradas jóvenes que se dirigen hacia determinados temas porque revalorizan y reinventan, proponen y desarman a la vez. Hay un caleidoscopio que fortalece el campo de la demanda y, el público, agradece”.
Desde el Sur, Marcos Martínez cree “que su denominador común es la diversidad. Este año me tocó ser jurado del Vendimia y fue una posibilidad de ver qué se está produciendo en la provincia. Hay mucha dramaturgia mendocina que comienza a abandonar la presunción de la universalidad para volverse más ‘local’. Hay obras más cercanas a lo postdramático, planteos más realistas y el realismo mágico que heredamos de Arístides Vargas”.
“La dramaturgia mendocina está siempre en movimiento -subraya Gabriela Garro-, la juventud escribe, propone nuevas formas, propone vanguardias y ¡hay jóvenes talentos sorprendentes! Manuel García Migani, Sacha Barrera Oro, Ósjar Navarro Correas, Sonnia De Monte, Erica Gómez, Vanina Corazza, entre otros. Admiro las capacidades de muchos mendocinos que se animan a escribir sus propios espectáculos. Mendoza siempre late. He viajado mucho al Norte y Noroeste del país y me sorprende la poca producción, tanto de obras como de textos. Mendoza es muy productiva”.
“Entiendo que hay mucha producción y mucha gente se anima a escribir -dice por su parte Gustavo Cano-. Eso es bueno, pero en la diversidad te encontrás con autores herméticos que le otorgan más valor al texto que a la puesta y en especial cuando son portadores de ‘mensajes’ unívocos, cuando en realidad el texto es el pre-texto de la obra, y lo más importante a mi entender, es lo que no está escrito. Es muy difícil montar a partir de esos textos. Lo más probable que suceda es que prevalezca un montaje visual y el texto se reduzca a personas que están hablando. Cada uno tiene un método o más de uno, pero el problema es cuando se vuelve una fórmula enraizada o incuestionable y el autor mismo no se anima a vulnerarse, a modificarse, a batallar contra sus propios aspectos rígidos”.
Para Cano, “normalmente aparecen vicios que son habituales, como el querer plasmar toda una idea al principio. Pasa cuando el autor se desboca y quiere que en las primeras escenas ocurra todo (o todo menos el final, que ocurre al final). Una obra así es difícil de sostener, concluye en la segunda o tercera escena. Las ideas tienen que madurar, ordenarse, y dosificarlas escena tras escena. En ese sentido, lo peor que puede pasar es la intelectualización del texto. Entonces el espectador parece que está asistiendo a una conferencia y para peor, quizás el tema no le interese. Otro vicio: creer que el actor es mero reproductor o ‘decidor’ de su texto. Vicio que afecta también a la dirección”.
“Los casos más interesantes -completa- se dan cuando la dramaturgia se democratiza en los ensayos. El autor tiene que entender que su idea contribuye a un entramado colectivo y además se va a dar cuenta que los intérpretes entienden mejor el texto que el autor mismo. Y eso está bueno porque ese autor ha logrado que una escritura que habitualmente ocurre en un espacio individual, resuene en un conjunto. Por lo demás, y aunque tengo predilección por determinadas dramaturgias, estoy claro que es necesario que existan múltiples propuestas, estilos y estéticas”.
María José Alcaya comparte que “en la actualidad formo parte de un pequeño grupo de dramaturgas que nos reunimos a leernos, hacer ejercicios prácticos y leer material. En el contacto con ellas y con todos los compañeros y facilitadores/as con los/las que he compartido talleres en estos años, encuentro una identidad muy fuerte de nuestra dramaturgia y una capacidad creativa que no tiene nada que envidiarle a producciones de grandes capitales. Creo que está muy patente en nuestra escritura la idea de romper con estereotipos, prejuicios e ideas conservadoras. Encuentro en esta intención una potencia liberadora y que nos hace avanzar en multiplicidad de voces, con un espectador que es testigo de esto y en la mayoría de los casos lo agradece”.
Belén Leyton tiene la última palabra en esta ronda de opiniones. Y arriesga: “la dramaturgia mendocina transita un presente muy activo y rico en textos. No sólo porque de forma individual cada vez más compañeres se concentran en la tarea de la escritura de sus propios textos, sino que también se generan espacios de intercambio y lectura de textos dramáticos como acontecimiento”.
Al pie del Aconcagua, los dramaturgos mendocinos no se detienen. Por eso este artículo, de aquí en más, seguirá siendo escrito por ellos.
[1] ARTESI, Catalina Julia. Los dramaturgos/as del interior del país. Actas de las Terceras Jornadas. Instituto de Artes del Espectáculo, Facultad de Filosofía y Letras, UBA, 1998.
[2] En El universo teatral de Fernando Lorenzo (INT/Colección Historia Teatral), de Graciela González de Díaz Araujo y Beatriz Salas, las autoras ahondan en la literatura teatral de quien fuera uno de los artistas mendocinos más importantes del siglo XX y referencian tanto los textos dramáticos como espectaculares.