El cine mendocino en 20 momentos (Nota 1)
Por Fausto J. Alfonso
Créase o no, en Mendoza se han filmado cientos de películas, casi desde los inicios del cine mismo. Desde El camino del gaucho a Siete años en el Tibet. Desde El romance del Aniceto y la Francisca a Vino para robar. Desde El último cowboy a Río escondido. Todo lo que se documentó en el período mudo y todo lo que se rodó en nombre de la productora Film Andes. Sin embargo, son muy pocos los títulos que pueden autenticarse como mendocinos, si consideramos la cadena que va desde la ideación hasta la realización, más la intervención de la mano de obra (técnica, artística, logística). Lo que sigue es un recuento de títulos en cronología inversa (2019-1927) que aspiran a la categoría de film mendocino, aunque el grado de pureza entre ellos difiere, en tanto alguno tiene ayuda económica externa, actores de otros sitios o algunos técnicos invitados. Hay cortos, medios, pero sobre todo largos. Lo que sí tienen en común son nuestros paisajes y el hecho de que, a su modo, cada uno ha marcado un momento o un pequeño hito en la historia de la cinematografía local. Ya sea por su temática o su género como por su estética, su enfoque técnico o su inclasificable bizarrez. Veamos.
- Bu y Bu, una aventura interdimensional (2019). Bien puede considerarse un hito del cine mendocino. Esta propuesta transmedia (que incluyó una serie de tv, un juego interactivo, una historieta, figuritas y otros chiches) sin ser la primera producción local en estrenarse comercialmente, sí fue la que lo hizo simultáneamente en todas las cadenas de cines comerciales (y no tan comerciales). Con un staff artístico-técnico totalmente mendocino, el film llegó precedido de una campaña publicitaria importante y un estratégico manejo del marketing y la prensa. Bu y Bu se involucró con un género -el fantástico- prácticamente inexplorado en el terreno del largometraje mendocino. La peli tiene logros irrefutables: el diseño, la construcción y la manipulación de todos los muñecos que aparecen en la historia; el diseño de vestuario (y su alcance a seres vivos y no); la actuación de la niña Aluhé Dumé; y la atmósfera que se genera durante una escena de fogata (que permite que la fotografía, bastante convencional durante el resto del film, se luzca un poco). Como contrapartida: lo notorio de la presencia absoluta de la cámara; problemas de sincronización y/o doblaje; una historia que navega entre lo pueril y lo retorcido; y la abrumadora cantidad de temas que intenta abarcar en su derrotero didáctico. Pese a esto, sienta un precedente muy importante y no pasó para nada inadvertida. Dirigió Eduardo Rodríguez Bossut. Está en cine.ar.
- Cuerpos marcados (2019). De marcas y contramarcas. Del arte de sobrevivir y no del arte de tatuar. De eso va este documental de Ciro Néstor Novelli, artista audiovisual de vasta experiencia, responsable de la dirección y el guión. En su último trabajo hasta hoy, el cineasta reúne a cinco mujeres cuyas heridas físicas y/o anímicas/espirituales terminan enlazándose -y de algún modo cicatrizando- con la práctica del tatuaje “terapéutico”. Cáncer, aborto, violación… Palabras fuertes acompañadas de testimonios igual de fuertes y siempre valientes se suceden por poco más de una hora. María Andrea Puebla quedó shockeada con los términos “maligno” y “expansivo”. Mercedes Güiraldes dice ahora, tranquila, que el cáncer acabó con su hipocondría. Teresa Fanny Carrión sufrió la muerte de un hijo y superó un cáncer de mama y otro de útero. Carolina Elisabeth Morales padeció a los 18 el aborto y la clandestinidad (o la clandestinidad y el aborto). Marianela Aveni Metz fue abusada a los ocho por un familiar y decidió escrachar a su violador luego que éste cumpliera condena legal. Todas lograron sanar, vencer el miedo. El documental las muestra enteras, como verdaderos ejemplos. A algunas con más protagonismo que otras (de hecho, no todas llegan a la instancia del tatuaje). Novelli enmarca el conjunto en una coreo contemporánea a cargo de Graciela Conocente y se escucha a Argerich tocando Chopin. Un acierto. No se puede decir lo mismo de las imágenes y sonidos referidos a la atmósfera. No terminan de convencer. Si la intención ha sido metaforizar el “siempre que llovió paró”, los títulos finales deberían sonar distintos. La tatuadora Victoria Bruno aporta un discurso diferente, auténtico. Un documental útil, condicionado formalmente por la seriedad del tema. Se puede ver en cine.ar
- El rostro de cristal (2019). Con casi una treintena de trabajos en su haber (cortos, medios y largos), Andrés Llugany no sólo es uno de los directores más prolíficos de Mendoza, sino también uno de los más arriesgados. Tanto por los temas que elige y el enfoque que les da, como por la estética, la forma en que desvirtúa los géneros o la experimentación en la estructura narrativa. Sin renegar de su localía, muestra una Mendoza totalmente atípica, despojada de la cotidianidad conocida y de los clisés propios de su cultura oficial. Toma parajes o edificios representativos y los saca de su condición de postales. O aborda temas de la agenda social, pero desde una óptica peculiar. Todo esto se puede ver en El rostro de cristal, contundente film en el que reflexiona sobre la violencia de género (y mucho más), pero desde un entramado novedoso, para nada panfletario ni especulativo. De la fábula infantil al realismo sucio, de éste al suspenso y la pesadilla, y de allí a lo fantástico y los mitos, todo en una hora y chirolas. Llugany crea y juega con una atmósfera y una iconografía y hace que el sonido intervenga y no simplemente acompañe. Plantea una ida y vuelta entre ficción y realidad y cómo entre ellas se retroalimentan. Aún en su sordidez, la película apuesta a cuidados detalles y recursos delicados. Música, objetos y maquillaje se vinculan con creatividad en un mundo que se agita entre la inocencia y la desesperación. El rostro… da para un largo análisis. Está planteado en tres actos y hay un brillante entreacto, entre el segundo y el tercero, al son del Preludio n° 15 de Chopin. Se lucen la protagonista Melody Moro y quienes la acompañan: Valeria Rivas y Elena Schnell.
- Muere, monstruo, muere (2018). En el contexto de esta nota puede ser considerada una superproducción, bien apuntalada económicamente por capitales locales y visitantes. El tunuyanino Alejandro Fadel venía de dirigir la excelente Los Salvajes (2012) y -corto de por medio- se despachó con este delirio gore bastante solemne donde reina la violencia de género. La crítica en general estuvo de su lado y el público se partió en dos, con posiciones extremas. El caso es que hay un monstruo haciendo estragos por paisajes montañosos (por cierto, muy bien fotografiados) y la poli está totalmente desconcertada. En el asunto, subyace una posición feminista que se enrarece cuando vemos el hermafroditismo de la criatura. Aunque están muy cuidados los rubros técnicos, la historia no llega a meter miedo y el suspenso se va diluyendo entre parloteos seudo-filosóficos y algunas excentricidades que juegan (y pierden) a la comicidad (como la veta artística del policía Cruz, al son de Sergio Denis). Contrariamente a la mayoría de los films reseñados aquí, son muy buenas las actuaciones, que suman intérpretes mendocinos, porteños y hasta un francés (en el papel del monstruo). Cada uno convincente en lo suyo, aun cuando muchos de los diálogos y las situaciones estén traídas de los pelos. Lástima la voz de Víctor López. Se le entiende la mitad. Eso sí que es de terror y se podría haber evitado con unos pesitos. Participó en Cannes en la sección Un certain regarde.
- La educación del rey (2017). Surgió como una miniserie endeble y deshilachada y se transformó en un largo más o menos entretenido. A la peli de Santiago Esteves le falta nervió para ser policial; y le falta lógica y le sobra ingenuidad para ser una historia de iniciación. Aun así, se deja ver porque el ritmo se mantiene y porque interesa la actuación de Germán De Silva, “el educador”. Se trata de una historia de “adopción forzadísima” entre un guardia de seguridad y un aprendiz de delincuente que literalmente llueve en el patio del primero, cuando viene escapando de un robo. ¿Qué pretende concretamente el veterano, al proteger, adiestrar y encubrir al muchacho? Eso es un enigma. Tal vez busca un remplazo para su hijo biológico, que sale al principio del film y después no se le ve más el pelo. O no. Pero el caso es que la relación se entabla con una facilidad que asombra; y con el tiempo se relaja tanto que se vuelve bastante poco creíble. Los personajes secundarios alimentan la trama con traiciones y maldades varias, negocios turbios y balazos. Todo arranca con el robo de una cifra bastante menor (la inflación en Argentina ha hecho estragos en tres años) de la que pretende sacar parte un montón de gente. Imposible. Mientras, la esposa del “educador” acepta todo sin cuestionamientos y bueno, así estamos. Sin buscarle el pelo en la sopa, se deja ver con amabilidad. En general, tuvo buena crítica en el ámbito porteño.
- Algunos días sin música (2014). La ópera prima de Matías Rojo fue también el canto del cisne de Ana María Giunta. Entre una y otra cosa se despliega un film sencillo, ideal para quienes buscan que el cine espeje la realidad. La trama pasa por tres niños que ven la muerte de cerca, y cómo, desde allí, la curiosidad, la culpa y la sugestión hacen mella en ellos. Con una narrativa ajustada a lo clásico (enfoque que su final no deja de subrayar) y sin estridencias de ningún tipo, la película insiste en un conocido tópico: el vagabundeo infantil, con todos los peligros, desafíos y pequeñas alegrías que aquél conlleva. Frente a los pequeños: el patético y desalentador mundo de los adultos. La novedad pasa por el paisaje, una Mendoza contraturística, semimarginal, que refleja muy bien el devenir monótono provinciano (tan triste como los días sin música, hay que decirlo). A la hora de su estreno en CABA, Página/12 la ensalzó y La Nación la mató. En el medio, una amplia gama de opiniones, ninguna de las cuales pudo sustraerse a esa curiosidad que significa su condición de película auténticamente mendocina.
- La caja de arriba del ropero (2014). Curioso y poco difundido documental sobre el pionero del arte fotográfico en San Rafael: el suizo, y luego argentino, Juan Pi (Jean Eugene Pi, 1875-1942). Guionado y dirigido por Lucía Riera busca reivindicar el gigantesco aporte de este personaje que retrató a prácticamente toda la sociedad sanrafaelina de principios del XX, además de paisajes, eventos, oficios costumbres y tragedias del lugar, incluidos el terremoto del ’29 y la erupción del Descabezado en el ’32. No se trata de una biopic ni de un recuento cronológico, sino de una especie de puzzle, donde la vida de Pi se cruza con datos y testimonios acerca de la inmigración, los indígenas, entuertos familiares y el desarrollo del departamento. Los testimonios de descendientes o gente mayor que siendo muy chica lo conoció, se registran procurando la espontaneidad y respetando cierto material crudo. Uno de los debates que se reabre es el de la preservación del patrimonio histórico-cultural de un lugar. Desde allí, ya adquiere un valor importante. Pero, cinematográficamente, más allá del creativo ensamble de imágenes (los registros de Pi más lo producido para la ocasión), el film posee un elogiable tratamiento del sonido. Brisas, crujidos, soplidos, voces superpuestas y fantasmagóricas se entrelazan para crear un clima de misterio y abstracción, donde nada queda dicho del todo. De ese trabajo fueron responsables Martín Quinzio y Andrea Riera, más un equipo de seis “susurrantes”. Si bien Pi, también buscador de tesoros y ocasional escritor, no fue un misterio (al estilo de la enigmática Vivian Meier), sino muy conocido y toda una referencia cultural en el departamento, el enfoque elegido es atractivo y funciona. Cuando Pi llegó al Sur a montar su estudio fotográfico, el emprendedor Rodolfo Iselín le dijo: “pegá la vuelta porque aquí te vas a morir de hambre”. La Kodak de Pi le tapó la boca. Se puede ver en cine.ar. Dura una hora y tiene música de Abelardo Saravia.
- La pasión de Verónica Videla (2012). ¿Por qué los films que trabajan sobre temas coyunturales deben tener sí o sí un generoso plus poético, autoral, de riesgo o como se le quiera llamar? Porque ese plus les garantiza durabilidad. Porque de no ser así envejecen más rápido. Y esto, la vejez prematura, es lo que le ha pasado al film dirigido por Cristian Pellegrini, que aborda sin mucho vuelo la temática de la identidad de género, pero que al menos pasará a la historia del cine mendocino por haber sido el primero en hacerlo. A poco de su realización, la película luce como un telefilm rápidamente añejado por los cambios sociales ocurridos. Se podría objetar que a todas las películas “realistas” y ambientadas en una época les pasa lo mismo. Pero no. La respuesta está en la pregunta inicial. Ambientada en el 2004, La pasión de Verónica Videla sufre de una monotonía apenas desperezada por algunos flashbacks breves y un par de planos secuencias que aportan algo de misterio. Pero el conjunto es previsible y tedioso. Fundamentalmente, porque apela a todos los clisés que tienen que ver con los prejuicios y la discriminación. ¡Ojo! Una mujer fantástica (Sebastián Lelio, Chile, 2017) ganó el Oscar apelando a los mismos lugares comunes, lo que lleva a pensar que es muy difícil para guionistas y directores abordar el travestismo y la transexualidad sin despegarse de lo obvio, tal vez por miedo a restarle carácter testimonial y compromiso a su obra. Pero lo concreto es que a menudo a las buenas intenciones les gana el aburrimiento.
- Road July (2011). A la hora de su estreno, primero en Mendoza y luego en Buenos Aires, se le cuestionó su clasicismo y su corrección, pero se elogió su calidez, su amenidad, varias de las actuaciones y la integración del paisaje a la historia, evitando así la tentación del folleto turístico. A casi una década, esos pro y contras se mantienen vigentes. Esta road movie que comparten padre e hija por la Ruta 40, tiene lo suficiente para hacer pasar un grato momento, aunque no sume novedades al género. Al contrario, su apego a él es fortísimo. Gaspar Gómez, su guionista y director, es uno de los realizadores más activos de la provincia y de los primeros formados académicamente. Y, con este film, es a quien le debemos el haber colocado a Mendoza nuevamente en el mapa cinematográfico nacional. Recordemos que desde Matar la tierra (1988) ningún film mendocino había logrado su estreno comercial. La franqueza y sinceridad de los personajes le permiten al espectador empatizar (verbo que en aquella época no se practicaba y hoy es todo un clisé). Antes de partir a la ruta, el papá deberá lidiar con una novia cariñosa pero con límites y la nena escuchará a una tía voluntariosa pero, también, con límites. Todo está impregnado de sentimiento y humor sincero, sin caer en excesos. Con Federica Cafferata y Francisco Carrasco. Se puede ver en cine.ar.
- Una yegua de tres tiros (2007). Néstor Colombo, su director, siempre estuvo montado a caballo entre el documental y la ficción. Incluso con obras abiertamente paradas en la frontera. En este corto de 29’, toma partido por lo argumental desde una leyenda popular. El resultado es muy bueno. Personajes y situaciones poseen el suficiente grado de ambigüedad como para despertar nuestro interés. Y, desde lo formal, atractivo en tanto se ensamblan sutilmente el paisaje objetivo con un cosmos ficticio y subjetivo, propio del personaje principal. Ingale es un joven anclado en un desierto precordillerano. Vive con su madre, rodeado de animales entre los que tiene un rol protagónico una yegua. Él es un muchacho sensible. Guarda secretos y espera revelaciones en un sitio donde la borrasca todo el tiempo insinúa lo peor. Donde el presente es más perpetuo que en ningún otro lado y donde, de algún modo, hay que provocar un futuro, desde la superstición, la especulación o la casualidad. Por eso, la escena clave, la del sustento argumental (Ingale cortando la misma rama en la que está sentado), está solventemente resuelta desde la imagen y el diálogo, aunando el sentido común de un naturalismo con una cuestión premonitoria de tipo simbolista. Contra todo prejuicio, Una yegua de tres tiros (tres pedos, en realidad) evita desbordes y grosería. Camina siempre por el andarivel de lo sugerido, entre la mentira y la verdad. La música de Rodolfo Castagnolo permite agregarle más extrañeza a la atmósfera conseguida.
- Sonidos del desierto, Guaquinchay (2007). Infinidad de matices imperceptibles para el ser urbano conforman la partitura natural del desierto de Asunción. Este film recupera esa banda y la cruza en diálogo con la música creada para la ocasión por Eduardo Pinto. La jornada comienza con el canto del gallo. De allí en más, un regadío de sonidos de toda calaña. Infimos, estridentes, sospechosos, tiernos, acechantes, animales, ventosos, crepitantes, acuosos. Sin que medie texto alguno, la paleta de colores cotidiana se transforma en el mejor argumento. Allí, donde no pasa nada, pasa de todo. La cámara descubre con paciencia casi ceremonial cada detalle de esa nada. Una pared sobreviviente, los materiales de trabajo, el horno de barro, los ladrillos, la capilla, carteles oxidados, un molino (y su quejido). El conjunto habla de una vida ritualista, de un día a día artesanal. Luego de sugerir sus voces desde el interior de la capilla, y ya promediando el corto, los lugareños tímidamente invaden el cuadro. Sonidos... se inscribe en una larga tradición de documentales mendocinos sobre el paisaje lavallino, pero lejos de la puesta para el bostezo de muchos de ellos, aquí gana la poesía y una visión para nada sensiblera, seguramente producto de la mirada descontaminada de los jóvenes directores Pecorelli y Masera. Cuando se viene la noche, se viene la fiesta, la guitarra, los manjares, el baile. Todo un paquete que hace a una felicidad que, seguramente, tampoco es perceptible por el ser urbano promedio. Un film que merece mayor difusión.
- El tajo (1993). Mucho se habló en su momento y cada tanto se lo trae a colación de algo. Este corto con guión y dirección de Cristina Raschia impactó por ser a un mismo tiempo simple y agudo. Araña los 9 minutos y eso le alcanza a su autora para plasmar ciertos contrastes de la sociedad mendocina y para reivindicar la venganza infantil (mostrada aquí a partir de un acto pícaro y creativo) cuando los niños son heridos cruelmente por un adulto. Casi sin diálogos y con una hermosa música de Mario Matar, El tajo desanda el paisaje mendocino desde la carencia de los barrios del Oeste a la lustrosa Peatonal Sarmiento. Con fugacidad vemos pasar otros sitios emblemáticos, como la Plaza España, cuyas mayólicas no dejan de ser tentación para el juego de los protagonistas (como lo han sido para tantos) o, semi enmascarada, la clásica juguetería El Arca de Noé, donde los chicos, lustrabotas de oficio, compran con esfuerzo su pelota de goma tipo Pulpito. Cada segundo del corto denota sensibilidad y poder de observación en los pequeños gestos y costumbres provincianas. Raschia ha desarrollado hasta hoy una prolífica carrera en distintos rubros de la industria cinematográfica. El tajo está disponible en cine.ar. Un film dedicado a Armando Tejada Gómez, quien de niño fue lustrabotas.
- Asunción/travesía en el bosque latente (1993). Excéntrico mediometraje de Andrés “Tito” de la Vega, que desarrolla una historia de “ciencia-ficción telúrica” (según definición del propio director), a lo largo de 40 minutos rodados en 16 milímetros y protagonizada por no actores. Esta extraña experiencia, que busca congeniar la Pachamama con los bytes, se trata, sin dudas, de una obra auténticamente mendocina; además de pionera en marcar presencia en festivales en nombre de la provincia (La Habana, Bahía, Chicago). Filmado en Lavalle, lugar caro a los cineastas mendocinos, tiene como personaje principal a un biólogo que se afinca en el descampado a la búsqueda de una planta de singulares poderes que –biotecnología mediante- le permitirá transformar ese suelo infernal en un auténtico vergel. La historia huele a tradición oral y a Juan Draghi Lucero (a la hora del rodaje, ya un nonagenario largo), y de hecho fueron textos de éste los que motivaron a De la Vega a elaborar una trama donde la fantasía constituye un ingrediente vital. Uno de los primeros films mendocinos que mereció la atención de medios especializados nacionales, como el semanario La Maga y la revista El Amante Cine (donde recibió el visto bueno del severo crítico Quintín).
- Crisis (1990). El 15 de octubre de 1990, en el marco de la II Semana de Integración Latinoamericana en el Cine, se estrenó este mediometraje, de Héctor Tokman y Humberto Carribero. Una coproducción entre el Instituto Nacional de Cinematografía y el Centro Regional Cuyano de Cinematografía. La historia de un viñatero que debe optar por otra salida para sus tierras peca de ingenua y simplista; se circunscribe a lo anecdótico de un tema que da para mucho más y descansa su virtud en el respeto por los modismos y costumbres locales. El desarrollo es previsible y la técnica bastante primaria (remitirse al doblaje). El elenco fue encabezado por el actor Juan Palacios. En la difusión previa, las gacetillas de prensa presentaban la película de este modo: “Crisis no es la filmación de la realidad, simplemente una película que se le parece. Juan, viñatero de toda la vida, está cansado de los sinsabores de la cosecha de la uva. El arrancar la viña, producto y lucha de generaciones, y reemplazarla por chacra, aparece como un futuro más rentable”.
- Matar la tierra (1988). Rodado íntegramente en San Carlos, fue el primer film local estrenado comercialmente (Cine América) desde aquellas producciones de Film Andes de los ’50 (si éstas se considerasen íntegramente mendocinas, cosa que no). Tito De Francisco (Francisco Rodríguez, según acta de nacimiento) fue el director y productor que tuvo que lidiar con toda una serie de escollos y trámites (que también son escollos, pero legales) hasta cristalizar su sueño de ver en pantalla la novela homónima de un mendocino ilustre: Alberto Rodríguez (hijo). El resultado reflejó los obstáculos previos: problemas de montaje, iluminación y doblaje le restaron impacto a una trama donde un inmigrante español se vuelve contra lo suyo (familia, casa, viñedos) ante el egoísmo de una tierra que no le permite cargarse de triunfo y oro antes de volver a Europa. Además, el odio hacia el indígena, legítimo habitante de estas tierras, alimenta esa impotencia que lo lleva a la autodestrucción. Aunque tiene algunos momentos sobrecogedores, el uso arbitrario de inserts, filtros y símbolos suman confusión a la narrativa. Diario Los Andes, por medio de Fernando Linares, le realizó una crítica muy positiva. Matar la tierra tuvo su pre-estreno en propio suelo sancarlino (Cine Real), el jueves 21 de julio de 1988.
- Historia de un hombre de 561 años (1974). Potente largo documental de Lucio Donantuoni, basado en el poema Ahí va Lucas Romero, de Armando Tejada Gómez (quien también pone su voz), sobre la vida y las penurias de una familia de contratistas de viña en Mendoza. Rodado en 16 milímetros y de fuerte impronta antropológica, el film cuenta las desdichas y limitaciones de Juan Belmonte, contratista de viñas en Luján de Cuyo, y su familia, compuesta por su esposa María y sus 11 hijos. Recibió buenas críticas en los principales medios capitalinos y fue invitada al Foro de las Juventudes de Berlín y al Festival de Mannheim. Cine militante del duro, en la misma línea de lo que en Argentina hacían Cine Liberación y Cine de la Base y más regionalmente se llamaba Tercer Cine. La música popular, con mucho del Nuevo Cancionero, potencia la fuerza del relato y remarca la geografía y la autenticidad de la propuesta. Donantuoni echa manos a recursos gráficos y de sonido (en off y en over) para redundar en el carácter didáctico de su trabajo. Historia de un hombre… incluye una fuerte crítica a la Fiesta de la Vendimia, presentada casi como un símbolo del capitalismo, y referencias al Mendozazo. Circula por internet en una copia bastante fulera y también se ha emitido por la tele en ciclos especiales de Volver (foto).
- El manosanta (1964 o 1967). Una película que nadie vio y que no se sabe dónde está. Pero que al menos merece estar acá. Algunos la recuerdan como El manosanta. Otros como La profecía. Algunos dicen que se trata de un largo. Otros, de un corto. O un medio. Lo cierto es que en 1964 el mendocino Jorge Giannoni filmó una película en la zona de El Calvario (Godoy Cruz), de fuerte impronta documental (con tomas de una auténtica procesión de Semana Santa), pero en definitiva ficcional, protagonizada por Augusto Kretschmar. Esa película (que hasta -o por- ahora se considera perdida) aún en su ausencia forma parte de la obra pródiga en films malditos, curiosa, transgresora, fragmentada, original y, sobre todo, transnacional, de este mendocino nacido un 11 de enero de 1939 y que se codeó con monstruos de la talla de Glauber Rocha y Federico Fellini. Típico personaje de la contracultura al que tanto se cita como se desconoce, su vida estuvo cercada por censuras y persecuciones, y su obra ligada a los movimientos militantes más combativos e influyentes. El peculiar color de su existencia quedó reflejado en el documental que Gabriela Jaime presentara en el 2000, con producción del Grupo de Boedo Films: Jorge Giannoni, NN, ese soy yo (foto). El cineasta murió en el ’95.
- El rapto de Clarabella (1948). Una perla que atesora el cine mendocino es este corto de ficción (18’ aprox.) realizado en Palmira, en inmediaciones del río Mendoza. Filmado en formato 8mm, se trata de un western en clave de comedia muda y un intento de utilizar el absurdo y el anacronismo como recursos expresivos. Se exhibió en el desaparecido cine Colón de la ciudad de Palmira, en dos oportunidades y a sala llena. La dirección fue de Vicente “Rulo” Lo Castro, quien también se puso en la piel de la mismísima Clarabella, peluca rubia mediante. Y junto a él, en los distintos roles, un grupo de entusiastas amigos, todos –incluido Lo Castro- sin ninguna experiencia previa en el ámbito del cine. Película desprejuiciada y muy adelantada para su época, contó con argumento de Rulo y P. R. Cañas, y como “técnico en fotografía” (evidentemente no querían ostentar con la palabra “director”) ofició Antonio “Nino” Lo Castro, hermano del director. En su corto documental La Clarabella del Rulo (S-VHS, 25 min., 2003), filmado para la Escuela Regional Cuyo de Cine y Video, Matías Salgado rinde homenaje a este film y a su máximo responsable, “un entusiasta al que le gustaba hacer de todo”, según Juan Carlos, uno de sus hijos.
- La chacra de Don Bautista (1938). Cinematográfica Payén se llamó el sello alvearense al que se le adjudica haber producido el primer largo argumental íntegramente mendocino: la comedia dramática rural muda La chacra de Don Bautista (blanco y negro, muda, 90 minutos, 32 intertítulos). Filmado en la misma General Alvear, con actores de la zona, el film se proyectó por primera vez el viernes 16 de setiembre de 1938, a las 21.15, en el Cine Teatro Casa España. Dirigido por Atilio Piacenza, a partir de un argumento compartido con Amado Sad, giraba en torno de tópicos típicos de la época, como el choque entre patrones y peones y el amor obviamente no correspondido entre la chinita de turno y el abusador estanciero (también de turno). La cámara –una Kodak de 16 mm.- estuvo a cargo de Diab Raüe, quien se despachó con numerosas tomas de los exteriores alvearenses, donde transcurre íntegramente el film. El trío Piacenza-Sad-Raüe confirmaba lo que sucedía en otros sitios del país, con Buenos Aires a la cabeza: la sangre inmigratoria como quintaesencia de una actividad que exigía una voluntad de hierro para construir todo desde la nada. Con su film debut no les fue nada mal. Recuperaron lo invertido y recibieron buenas críticas en un ámbito como el porteño, siempre reticente hacia lo proveniente de lo que ellos llaman interior. No obstante, al poco tiempo Payén se disolvió. La proyección de La chacra… fue acompañada por la actuación en vivo del grupo de canto Trío Pampa. Se puede ver en Youtube (incompleta).
- Alma de bohemio (1927). Este hubiese sido el primer film de ficción puramente mendocino, si no fuese porque su metraje no se completó. Filmado por José Donna, con una cámara propia de 35 mm., incluía en su elenco a Mario Soffici (foto), y se sospecha que parte de la puesta en escena se debe a él, quien más tarde desarrollaría una brillante carrera como director y actor en Buenos Aires. Aunque inconclusas, las imágenes de Alma de bohemio se proyectaron en el mítico cine-bar La Bolsa. Del proyecto participaron conocidas figuras del teatro mendocino del momento, como Alfredo Pometti, Ángel Terzaghi y José Tovar. El propio Donna dirigía uno de los elencos más destacados de entonces: Italia Unita. Alma de bohemio incluía exteriores en Cacheuta, la penitenciaría, el Parque San Martín, entre otros. No confundir con el film homónimo de 1948, dirigido por Julio Saraceni.