El WhatsApp y los grupos que engrupen ©
Por Fausto J. Alfonso
El cineasta Martín Farina (Mujer nómade, El hombre de Paso Piedra, entre otras) fue testigo de una “tremenda discusión” (sic) entre un colectivo de amigos. Estaba justo allí con su cámara, aunque por otros motivos y con otras intenciones. Pero no pudo sustraerse a esa loca, absurda y apasionada pelea verbal. El tema en cuestión: la eliminación -o no- de algunos miembros del grupo de WhatsApp. Los amigos -entre los que estaba su propio padre- habían cursado juntos la secundaria y a 45 años del egreso nunca habían dejado de reunirse. Pero ahora… la cosa pendía de un hilo. Martín los conoce desde hace muchos años y asegura que nunca se dio entre ellos un momento tan cinematográfico, momento que decidió dejar “encapsulado para siempre” (sic, también).
Prueba de que a veces las películas, más que buscarlas se encuentran, y fascinado por el tenor del “debate”, decidió hacer con la discusión un corto: El brazo del WhatsApp (2019, ver foto). Diez minutos intensos donde los sesentones invierten su tiempo en decidir qué hacer con los que no participan del grupo virtual. “Ese asombro con el que me encuentro -dijo Farina en una entrevista para El Portal de Catalina[1]- me parece que encerraba una estética particular, un segmento de tiempo que me parecía valioso (…). Encerraba unas cuantas preguntas que nos hacemos hoy respecto de algunos temas, pero en este caso a una edad en la que no es la que representativamente tiene que ver con esos temas. Uno se ubicaría en cierta juventud o adolescencia respecto de la tecnología. Entonces, a mí me interesó esa mezcla entre una relación de grandes, que también se tratan como chicos (…) y esa idea de cómo la tecnología, la modernidad o algunas cosas de la contemporaneidad, interfieren, modifican y por otro lado refuerzan una amistad”.
El brazo del WhatsApp no deja de ser interesante, aunque cinematográficamente aparezca como el simple registro de una charla. Sobre todo, interesante para quienes saben de qué están hablando esos señores, algunos de ellos ya bastante copeteados a esa altura de la reunión vuelta trifulca. Porque pueden espejarse en ellos, porque pueden sentirse menos solos con su ideario, como pareciera sentirse buena parte de quienes whatsappean patológicamente. Porque, no nos engañemos: al igual que otros instrumentos “pensados para una mejor comunicación”, el WhatsApp se ha transformado en un paliativo para la soledad. Y uno de los mejores: bueno, bonito, práctico, fácil y, si tenés señal, gratis. Y por eso, volviendo al punto, son convenientes los grupos. Se puede ofender algún integrante, se puede caer otro, pero siempre habrá ojos ávidos que te lean para festejar tu aporte.
Son contados con los dedos de una mano quienes no han caído bajo el influjo seductor del grupo de WhatsApp. Uno de esos dedos corresponde al siempre interesante crítico de cine Diego Curubeto. “Mi celular es de hace 15 años, no tengo Whatsapp, no quiero estar en ‘grupos’ respondiendo memes ni sonriendo o viendo alguno de esos cortitos insufribles…”[2], confesó hace poco en una imperdible entrevista publicada en Clarín, donde además se despachó con todo contra Netflix. ¡Uy! Cité a Clarín. Perdón, no quise ofender a nadie.
El punto es que, quien aún no esté totalmente alienado por los efectos del maridaje cuarentena/WhatsApp, se habrá dado cuenta de ciertos rasgos que caracterizan a quienes participan de estos grupos. Que, también hay que decirlo, son grupos creados con un objetivo o una intención que extrañamente se llega a cumplir. Se proponen por y para algo, pero el desvío hacia otras “inquietudes” no tarda en llegar, con su correspondiente cuota de ofendidos, berrinches y aclaraciones que oscurecen. Incluso grupos “institucionales” o “laborales” derrapan; y cuando lo hacen, sí que lo hacen muy mal.
Hay un rasgo del whatsappeador que está por encima del resto y a su vez en el resto. Se trata de la (su) tendencia a exacerbar absolutamente todo. Desde la amplia gama de emociones, hasta los éxitos, los fracasos, lo espiritual, lo material, la compra del supermercado, la afición a tal o cual cosa, la adhesión a una idea u otra, la condición de fan o detractor, etcétera. Para ser parte del grupo de WhatsApp, la sobreactuación debe transformarse en una condición inalterable. Que quedará demostrada con la verba desencajada del usuario y el ejército de emojis con el que reforzará sus dichos.
La actuación que los románticos configuraron como estética y, más adelante los expresionistas (sobre todo en el cine) le añadirían un aliento trágico, se ha transformado en el mundo WhatsApp en el reaseguro para ser creíble. No basta con uno, o a lo sumo, dos corazones, para demostrar el amor por el otro. Se necesitan no menos de cinco para ser confiable. Las relaciones por Whatsapp son parte de una ficción y el género que mejor le cabe es el melodrama.
Entonces, bajo el paraguas de la sobreactuación, de la exacerbación, cuestiones como la ostentación, el resentimiento, la nostalgia, la envidia y la competencia, por citar unas pocas, aparecen doblemente subrayadas, pero igualmente disimuladas. Es también una farsa. Muestro sin querer mostrar, elogio sin querer elogiar, compito sin querer competir, por ejemplo. Porque todo, finalmente, se atenúa con un ¡jajaja! y se pasa a otra cosa.
Claro que no se trata de transformar la arena del WhatsApp en un libro de Proust. Todavía no ha surgido de allí un gran pensador ni un gran literato. Pero evaluar esta fantástica herramienta en términos de espontaneidad, sinceridad y transparencia también es un error. Como todo instrumento de comunicación, también lo es de manipulación, de poder y de abuso. De allí que papá Farina y sus amigos discutan mandar al exilio a algunos pocos que no se expresan melodramáticamente. Discuten la expulsión, lisa y llanamente. Han creado un club cerrado y hay socios que, por más que paguen la cuota, no reúnen el perfil. Discriminación, que le llaman.
Por supuesto que también está el tema del malentendido. Conscientemente o no, ciertas frases o datos desencadenan una andanada de aclaraciones. El fragor del tipeo, la incontinencia por decir, lleva frecuentemente a apresuramientos. A veces, a fallidos. De los primeros es un poco más fácil salir que de los segundos. Unos y otros pueden derivar en verdaderas batallas de tipo social, ideológico o moral, donde la amistad ya no cuenta para nada. Quizás en estos cruces estén los argumentos para el cine del futuro. La intolerancia se presenta cubriendo un arco temático importante, lo que hace que muchos replieguen su opinión por temor a ser “estigmatizados”.
En los grupos de WhatsApp hay subgrupos, se sabe. Integrantes que se nuclean por edad, sexo, clase social, nivel intelectual, profesión u otra característica. Gente que se potencia y se da ánimo (para no sentirse sola, una vez más) y que va contra otra fracción del grupo, o contra un/a solo/a integrante. La ironía y los emojis (también, una vez más) actúan como guiño cómplice, como “la miradita pícara de la vida real”. En general la ironía es de trazo grueso y al quedar “documentada” en ese contexto se vuelve burda, tristemente célebre. Tal vez la misma ironía expresada en un duelo oral adquiera una categoría superior, beneficiada por la espontaneidad. Pero a veces la ironía no es torpe; es más un código críptico entre algunas partes. En tal caso, muchos de los integrantes del grupo se quedan afuera y se genera un momento de incertidumbre sobre el cual nadie quiere ahondar. Todos se sienten sospechosos de algo. Y se pasa a otra cosa (como cuatro párrafos atrás). Cuando la elección del emoji es desatinada ya es un poco más difícil pasar a otra cosa.
En un grupo de WhatsApp vamos a encontrar gente que cree tener la posta de temas tan dispares como la realidad latinoamericana, las series de los años ’60, la industria vitivinícola, la medicina ortomolecular (tiembla Mühlberger), la confección de barbijos, la comedia musical, el periodismo televisivo, la industria automotriz, las bondades del alcohol (de todo tipo de alcohol) o la música centroamericana, entre mucho más.
En general todo está dicho con autoridad y petulancia. En el terreno socio-político se toman posiciones extremas defendiendo a tal o cual líder y se dan lecciones de solidaridad y sensibilidad con la idea de mostrarse inclusivo, progresista y anticapitalista, cuando sabemos que por fuera de la virtualidad se es todo lo contrario. La farsa continúa. Claro que a veces, su verdadera clase, esa que quiere ocultar, lo traiciona, y se desboca citando gustos, prácticas, artículos y marcas dignas de todo burgués que se precie. Se ingresa así al terreno de la hipocresía, de donde ya es un poco más difícil volver.
En cierto modo, los grupos de WhatsApp engrupen. Y de engrupidos ya está lleno el mundo como para que venga una aplicación a sumar los suyos. “Bueno, bueno… -me dice un amigo que levanta cartones en la zona de la Cuarta Este-. Es según como lo uses…” Y tiene razón el hombre, aunque no tenga celular.
El WhatsApp llegó para quedarse. Con sus pros (palabra chequeada) y sus contras. Hoy, tal vez haya pocas expresiones que se equiparen a este terreno tan fértil para el estudio de los sociólogos. Un arma de doble filo, un cacareo que ensordece, un conventillo virtual. Pero también, una linda herramienta para acordar una juntada con amigos. Aunque eso, ya es un poco más difícil. Antes, durante y -seguramente- después de la pandemia.
[2] “Netflix es el demonio, una porquería”: la voz de un cinéfilo apasionado. Por Hernán Firpo. Clarín, 25/04/20.