En el ritmo del caos
I LOVE MZ. EDICION NEW YORK. FESTIVAL DE TEATRO. “El lecho nupcial deja de serlo cuando hay más de dos”.
Decía el haiku que adelantaba el drama desde la antesala para luego ser otro lamento en el canto que flotaba sobre las gradas todavía vacías y jugar luego en despliegues de mil formas adentro, afuera y encima del círculo como escenario para finalmente, caer en parlamentos estridentes, agudos y siempre sólidos en diálogo con su propio silencio. Es un haiku, es un canto, es un movimiento, es otro texto y en ese pasar, tal vez un eje que organice la experiencia de tragedia de esta versión de Medea ideada y dirigida por Ivana Catanese y escrita por Longo.
Quietud: donde el sonido hace a la acción y el movimiento envuelve al texto.
Una escenografía neutra: no hay un ambiente específico, no hay límites. Los personajes nombran el lugar de la acción y sobrepasan el escenario a las gradas y escaleras para crear la atmósfera. Una escenografía neutra y la tensión cae en algún que otro objeto y en el vestuario.
Ahí, una ruptura. Vestimenta propia del Japón para esta nueva Medea sin nombre y las empleadas de la casa, el resto se viste en un pastiche de Occidente pero todos se defienden de las mutuas sospechas con pequeñas catanas.
Entonces, el caos. Los personajes giran en la lógica dispar de sus órbitas. Está el diputado y el poder; la prófuga y madre que concentra su venganza de amor en su hija, la hija confundida que corre ante la dicotomía padre-madre, el padre que vuelve a ser marido con la princesa o hija del poder. Entre ellos: sirvientas que son la realidad, el humor y la parodia mediática de la escena y entre ellas una ama de llave clave para que las puertas se le abran a quien viene a romper el orden de la casa del orden.
Y luego, el ritmo o la resignificación de ese caos. Los personajes van y vienen en su acción hecha de sonidos. Es una base electrónica y un violinista quienes manejan los hilos desde arriba. Así, en escena el grito no se nombra, se abre en música y los gestos de dolor desfiguran la cara con acordes. En las luchas coreográficas se apela a un sonido aún más artesanal: el de la madera que se golpea contra otra madera para que el toc-toc caiga exacto en cada golpe. La boca también es instrumento para ese ritmo, hay onomatopeyas, canto y ecos, cada uno en matices ajustados a la acción. Y para la tensión, nada de estruendos ni subas de volumen, el silencio.
En la misma línea, el movimiento coreográfico en sincronía perfecta arman el verdadero diálogo sosteniendo el texto con el que cada personaje desnuda su posición. Ahí están presentándose al estilo de una comedia musical, ahí continúan en un baile de máscaras en pasos que se copian, ahí siguen girando cada uno en su órbita plástica y ahí se quedan siempre en una coreografía sin fisuras, en una manera de moverse que los hace estéticamente únicos y desde esas diferencias hablan.
Finalmente, Quietud es armonía de opuestos. Del vacío de su escenografía al caos de su vestuario desigual en movimientos desiguales. Todo bajo un único punto de fuga que organiza el despliegue: el ritmo profundo, el del ritual, el de la respiración de los cuerpos que se tuercen, el de la tragedia, el de la tensión hasta el final.
Quietud. Autor: Longo. Intérpretes: Federico Ortega Oliveras, Gabriela Psenda, Amparo Alcaraz, Neftalí Villalba, Celeste Álvarez, Sara Spoliansky, Federica Bonoldi, Inti Sallés y Evelyn Acis. Coreografía: Celeste Álvarez. Música en vivo: Rodolfo Castagnolo. Diseño lumínico: Kameron Steele. Puesta en escena y dirección: Ivana Catanese.
Gisella Ferraro