La actuación misma en un espectáculo seductor e incisivo

09.08.2016 18:11

Me pegan las luces. Intérpretes: Celeste Alvarez, Gabriela Psenda, Oscar Pizarro y Constanza Lucero. Asistencia de dirección: Lucía Siracusa. Diseño gráfico: Claudia Salvatierra. Composición musical: Rodolfo Castagnolo. Textos: Rubén Scattareggi. Diseño de vestuario: Fernanda Rodríguez. Diseño de luces: Kameron Steele. PH: SiIvana Diaz CoppoIetta. Prensa: Silvia Barbagelata. Dramaturgia y dirección: Ivana Catanese. Producción: Ala Sur. Sala: El Taller. Función del 06-08-2016.

 

Por Fausto J. Alfonso

 

Un director bueno es aquél que se apropia de lo mejor de su actor para beneficio del espectáculo. Un director malo es aquél que se apropia de lo mejor de su actor para beneficio propio. Palabras más, palabras menos, por ahí pasa el conflicto de Me pegan las luces, un espectáculo inspirado en el Hanjo de Mishima, que con no poco riesgo se mete en el juego de la escena local y propone una tensa lucha entre la emoción y la razón a lo largo de todo su desarrollo.

Esta característica –tratándose de una propuesta abiertamente metateatral- trabaja en dos niveles: el espectáculo en sí y la ficción que encierra en segundo grado. En ambos, los personajes luchan con emociones que la razón no entiende y viceversa. Pero este tire y afloje al que están condenadas esas criaturas no son sólo producto de la trama. También son el resultado del choque entre dos concepciones de hacer teatro, la occidental y la oriental, y en donde la primera se manifiesta rigurosamente intelectual y afín a la contención y la segunda proclive a la emotividad y al desborde (aunque las dos conserven pequeñas dosis del componente opuesto).

Los contrapuntos no acaban ahí. El texto va a la par de aquellos juegos complementarios. Por un lado, un decir poético, que incluye giros y ornamentos a veces un tanto artificiosos; por otro, la palabra vulgar, pedestre y descarnada. La metáfora versus el insulto. En este sentido, hay que señalar que no es extraño que tras la elaboración de los textos se encuentre un dramaturgo como Rubén Scattareggi, capaz de virar entre una obra y otra, y a veces dentro de una misma obra, de un lenguaje asociado a la alegoría a uno tosco o directamente guarro.

Combinando todos estos contrastes, Ivana Catanese redondea un espectáculo seductor e incisivo, irónico por instantes, que habla de la manipulación en todas las variantes vinculadas con lo ya citado: intelectual, emocional, técnica-teatral y textual. Y desde su calibrada dirección, manipula a su vez la atención del público, de modo que logra reintroducirlo -con absoluta espontaneidad- en la segunda ficción, luego de descarados quiebres distanciadores que dinamitan las espesas atmósferas ya conseguidas.

Cómo administra, dosifica o reutiliza los objetos-signos es otro de los puntos fuertes. En el triángulo amoroso que plantea la obra –una directora, una actriz y el novio de ésta- los abanicos juegan múltiples funciones, en ocasiones opuestas. Seducen y torturan; se pliegan y despliegan, como los personajes mismos, que muestran y esconden. El deseo por la carne-comida metaforiza el deseo por la carne-sexo. La lucha dientes a dientes por un trozo de carne lo es también por la posesión del otro/a. Preparar el pan, servicial y delicadamente, es como concebir un cuerpo o amasar una nueva relación. Las maletas son las cargas, las experiencias, el devenir de esos cuerpos, el depósito de sus disfraces y mascaradas. Etcétera, etcétera. Aunque más allá de las interpretaciones que queramos ensayar, cada objeto es también un obstáculo y/o un puente para esas relaciones apasionadas, que se chupan la energía del otro.

La concepción lumínica, de Kameron Steel, provee un atractivo nada menor, porque a la vez que confirma los chicotazos del título, crea atmósferas –desde persecutorias a intimistas- y hasta juega en el terreno de la ficción paródica, cuando alude a una clásica escena hitchcockiana (se sabe largamente que el inglés maltrataba a sus actrices), añadiendo otro pliegue a los niveles de narración. Dicho sea de paso, la cita al gordo Alfred no es la única relacionada con el cine. Ingmar Bergman, por ejemplo, también es de la partida desde una alusión a la excelsa Persona (obra también metaficcional, donde una actriz usa su mudez como arma letal) y al célebre monólogo interpretado por Bibi Andersson, conocido como el “más erótico de la historia del cine”.

Tanto el tema de los objetos como el de los homenajes no resultan redundantes ni arbitrarios. Contribuyen a engrosar el entramado de broncas, insatisfacciones y ambiciones. La idea de la espera, el concepto de la angustia, la vanidad del artista, el peligro de la ficción... El vestuario y el maquillaje sostienen por su parte ese duelo de concepciones interpretativas (de forma y fondo) ya mencionado.

Si algo resta verosimilitud al asunto (ajustando el término verosimilitud al contexto apuntado) es la relación erótica entre la actriz y su novio (Oscar Pizarro). Aunque haya intensidad física, no hay conexión estética ni profundidad. El actor no se inscribe en ningún registro; simplemente acompaña con la imagen y su accionar se ve ampuloso pero inconsistente. El juego opuestos/complementariedad aquí no funciona. Los inspirados momentos de Gabriela Psenda -en solitario o con su compañera- pierden brillo en esos pasajes. Se relaja la famosa “verdad escénica”. Pero fuera de esos instantes, la entrega de la actriz es total y muy arriesgada.

En términos actorales, por sobre el conjunto se destaca Celeste Álvarez, dueña de una técnica virtuosa y una energía notable, que uno puede apreciar cómo desanda y vibra por absolutamente todo su cuerpo. Sus miradas fulminantes, sus dedos cual garras de arpía, tensos y crispados; su paso calculador y amenazante; sus pies clavados en punta y absorbiendo la energía de la tierra; y su voz que cuenta, endulza o increpa según el caso, guían la situación de conjunto con la seguridad de una experta. En ella, se puede encontrar otro abanico: el de los matices interpretativos, sin que se desdibuje jamás el perfil del personaje.

Como su directora, Álvarez se ha formado (y hoy se prefecciona en Japón) en los lineamientos del método creado por Tadashi Suzuki. Y, como se sabe, un director bueno es aquél que se apropia de lo mejor de su actor para beneficio del espectáculo. Me pegan las luces es un buen ejemplo.