La (indi)gestión de los (dis)funcionarios de la (in)cultura

08.04.2022 16:50

Por Fausto J. Alfonso

 

En ronda de amigos, una colega, aclarando de antemano que diría algo horrible, pero fiel a su pensamiento, lanzó que hay gente vinculada al arte y al espectáculo que se mete en la gestión pública sin saber de ello y sin tener condiciones ni capacidad política. ¿Por qué lo hace, entonces? “Porque lo ven como una salvación económica, porque no tienen otra salida, porque la verdad que acá en Mendoza, vivir del teatro, por ejemplo, es absolutamente imposible. Lo ven como un salto cualitativo en su calidad de vida”.

Lo horrible, si lo es, es tanto como la realidad cultural en su conjunto. Pero lo que no se puede decir es que no sea cierto. Su opinión es fácilmente comprobable y son tantas las evidencias que resulta irrefutable. Claro que, tampoco es tan fácil pegar ese salto cualitativo. Nadie puede decidir por sí solo que de la noche a la mañana sus Flechas se convertirán en Nikes. Hace falta cumplir con ciertas formalidades y tener un padri/madrinazgo político más o menos fuerte. Que, sin dudas, es lo que define el futuro del o de la aspirante. Poco importan sus condiciones, su capacidad o sus antecedentes. Esas son minucias, solo ítems que se dibujan en una planilla.

Y a propósito de planillas, recordemos que, en el ámbito de la cultura, como en el de cualquier otra área de la política, hay cargos que son a puro dedo y otros que se concursan. Pero hete aquí que estos últimos también terminan siendo a puro dedo, por obra y gracia de ese/a padrino/madrina de turno. Todo es una gran pantomima de tabulaciones y puntajes, de burocracia y cinismo. Finalmente, será un coloquio bien estudiado (durante el cual el/la aspirante dirá exactamente lo que políticamente quiere escuchar el jurado) el que decidirá la buena suerte del elegido o la elegida. ¿Antecedentes en el campo de la gestión? Ninguno. ¿Verso? Afinadísimo con el relato de turno.

Alguien dirá que hay gente que sí tiene antecedentes y/o estudios en gestión, pero igualmente oficia de matarife de la cultura durante veinte o treinta años. También es cierto, aunque suelen ser los que ni siquiera pasan por los concursos amañados. Son los que se abren paso a pura prepotencia. Pero no de trabajo, justamente.

Ya en sus cargos, los nuevos ricos de la cultura comienzan una mutación, tanto externa como interna. La transformación del personaje. Una labor que poco tiene que ver con métodos actorales y mucho con las demandas políticas del nuevo contexto en el que se mueven. Quedan atrás limitaciones e incertezas. Arranca el camino hacia la opulencia y la (indi)gestión. Se embriagan de poder y remedan La gran comilona. El cuerpo les pasa factura y les exige dos talles más. ¡¿Pero cuánto puede importarles eso?!, si se avizoran años, tal vez décadas, de terreno firme, viáticos y escapadas aquí y allá. Y de chapear, lógicamente, con el carguito del momento.

Aquel salto cualitativo se ha producido y hay que aferrarse bien firme para evitar una marcha atrás y no caer nuevamente en la indigencia, esa manía tan típica del argentino. Los nuevos ricos, los gestores, sabrán cómo hacerlo, con obsecuencia hacia arriba y demagogia hacia abajo, deslindando responsabilidades, obligando a hablar a otros por él y (¡qué bendición la tecnología!) copando las redes sociales con imágenes cholulas y slogans, la mayoría de las/los cuales no tienen nada que ver con la función que les compete.

Con la pilcha nueva (y algún accesorio), los Beverly se pasean muy orondos, tanto por la realidad como por la virtualidad. Dejan atrás un pasado de artesanía artística y de yerba secándose al sol. Ahora gozan cuando en el lounge bar de moda, donde ingirieron tragos impensados en sus épocas del Barloa, llega el momento de pedir la abultada factura a nombre de tal o cual repartición. Ahora, ¡ya!, son parte de la industria cultural, de la gran maquinaria del mundo del espectáculo. Amos y señores de la misma. Henchidos de poder, como gordos de la CGT, deciden. No importa qué. Deciden.

Finalmente, ha pasado lo previsible. La independencia le cedió el protagonismo a la indigestión. Pasan a ser marionetas con zapatos de charol. No les preocupa. Lo de antes sí que era un infierno. Eso de andar penando por una ayudita para cristalizar sus infantiles sueños de bohemio/a. Ahora es otra cosa. Esto es vida. Están que explotan de poder. Lentes nuevos. De la cuerina al cuero. Del metro al Uber. O del milqui 1969 a la Toyota SW4, sin paradas intermedias.

Más sanos y rozagantes que nunca, de acto en acto, de foto en foto, de agasajo en agasajo, los gestores van. Tranquilos. Como quien sabe que tantos antepasados políticos -tan inmunes como impunes- ofician de garantía. Orgullosos, no caben en sí mismos. Distorsionan un poco sus tradicionales modales, gestos y andares, sin caer en la obviedad. Pero, ya en la vereda de enfrente, pareciera no quedarles otra que modificar su discurso pegando un giro de 180 grados. ¿Qué dice el señor? Lo desconozco.

Eso sí, los Beverly exigen que se los mire y se los trate como antes de pasar por el quirófano del Estado. Pretenden hacer creer que nada ha pasado, que seguimos siendo todos iguales, que están donde están por algo circunstancial y apenas de paso, solo para contribuir con su granito de arena a la cultura nacional.

Pero no. Tienen responsabilidades, un cargo público, deben dar explicaciones por todo, transparentar los actos, asumir los errores y, perdón por el exabrupto, dejar de boludear de aquí para allá con las minitas o minitos de turno, posando en el marco de causas verdaderamente nobles, a las que banalizan y usan para ascender políticamente.

Los franciscanos de antaño cambian su fachada, se inyectan el chip partidista, se engordan con todos los vicios del poder, que incluyen sofismas de todo tipo, pero pretenden que se los siga viendo como aquellos humildes trabajadores de la cultura. Es cierto que, en el fondo, la mona queda. Pero no es lo mismo la mona que se viste de seda y con su plata, que la que lo hace con los fondos públicos. ¡En fin! Todo mal.

En Buenos muchachos (Goodfellas, 1990, de Martin Scorsese) hay una escena que viene de perlas. A pocas horas de un gran atraco, De Niro ha quedado en juntarse en un restaurant con sus secuaces. Les pide discreción. Sin embargo, uno llega en un Cadillac rosa recién salido de fábrica y otro acompañado de una chica que luce un flamante y espectacular tapado de visón blanco. Y Bob se pone que trina ante semejantes nabos. La diferencia con nuestros Beverly puede parecer enorme. Es cierto. Pero es cuestión de tiempo. Está comprobado que la trama argentina te puede llevar mucho más allá de un Cadillac y un tapado.

 

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