La gran riqueza de un teatro franciscano

29.05.2017 08:42

Por Fausto J. Alfonso

 

Los ’90 depararon, entre otras estafas, la de los “tiempos compartidos”. Aquella modalidad inmobiliaria que te hacía propietario de todo y de nada a la vez y te auguraba conocer, tarde o temprano, el mundo entero. La idea, seductora, estaba muy bien vendida, y más de uno pensó que Aruba quedaba a la vuelta de la esquina. Pero la realización, en fin, no estaba a la altura y promovió unos cuantos litigios judiciales. Todo era puro teatro, pero del malo.

Como contrapartida, en la sala Cajamarca se puede ver un espectáculo donde idea y realización van de la mano bajo el multívoco título Tiempo compartido. Aquí también todo es puro teatro, aunque del bueno. No hay falsas promesas y, con un poco de imaginación, se puede llegar incluso más lejos que a Aruba (y en un vuelo más económico, desde ya).

Tiempo compartido, en principio, reúne a tres grandes personalidades del teatro local: al director Víctor Arrojo y a los actores Marcela Montero y Guillermo Troncoso. El trío propone, a partir de un texto que evidentemente entreteje el trabajo de gabinete, la dramaturgia de actor, la dramaturgia de grupo y la intertextualidad, un despojado acercamiento al mundo de la palabra, a su cuestionamiento y a su puesta en valor.

¿De qué modo las palabras nos acercan, nos separan, nos abrazan o nos permiten abrazar? ¿Hasta dónde lo dicen todo y hasta dónde no dicen nada? ¿Cuándo esas palabras necesitan respiración boca a boca para volver a significar, para volver a la vida y no terminar muertas, en pequeños ataúdes, como nos recuerda Troncoso en uno de los pasajes más hondos y desesperantes? Por ahí va la cosa.

Pero nada es tan sencillo. No hay respuestas exactas para tamaños interrogantes. Lo que hay es un compromiso actoral enorme que promueve el vértigo y la pausa, la risa y el llanto, mientras se ensayan algunas posibles respuestas. Porque eso es Tiempo compartido. Una suerte de ensayo, tanto en el sentido literario como en el escénico. Es la investigación, “intelectual” si se quiere, sin pretender agotar el tema. Y es la puesta en práctica, en cuerpo, de distintas salidas a problemas que plantean temas eternos: el amor, la convivencia, la rutina, las promesas, los ideales…

Con la intención de ser escuchado y activar la reflexión (y la imaginación) del espectador, Tiempo compartido propone una puesta franciscana, de absoluto despojamiento, buscando la riqueza en la actuación y en esa golpeada palabra. Asociación (actuación más palabra) que permite ironizar en torno de “lo teatral”. Dar vuelta las convenciones. Reírse del convivio. Jugar con la ausencia de las cosas o con la necesidad de aferrarse a algo, aunque ese algo sea apenas un pucho.

Tiempo compartido no es solo un juego de palabras. Pero también lo es. Ahí radica su encanto. Es una propuesta calculada, pero súper abierta. Que puede aprovecharse de las contingencias e incorporar cuestiones sin salirse de rumbo, gracias a la solidez de la idea y de los intérpretes. Montero maneja múltiples recursos que hacen a la bronca, a la calidez, a la contención y a la compasión. Estalla ante la inoperancia, se repliega frente al desconcierto. Frente a ella, Troncoso, diciéndolo y no, se debate entre lo que ha sido y lo que pudo ser. Va y viene, como enjaulado, serpenteando entre las butacas esparcidas al azar, sirviéndose de sus dotes de mimo para suplir las carencias materiales. En ambos, reina el compromiso y la intensidad.     

Entrampados en sus propios dichos, los personajes/personas representan la dialéctica de lo ideológico, pero también de lo emocional. Ofrecen una función de teatro, pero al mismo tiempo la ensayan, y al mismo tiempo viven la cotidianidad, el día a día. Todo sobre un escenario que no es tal y frente a espectadores que tampoco lo son en el sentido estricto (más pueden caberle los nombres de ocasionales testigos, cómplices de la farsa o de familiares entrometidos que van cambiando de posición -física e intelectualmente- para ver la situación desde distintos ángulos).

Si nos sumamos al juego de las palabras, podemos atribuirle a Tiempo compartido algunos dichos populares. Como aquello de “lo bueno, si es breve, dos veces bueno”. También la sentencia atribuida a Diógenes: “No es rico el que más tiene, sino el que menos necesita”. Porque la puesta se despoja de luz, vestuario, música y escenografía casi como si se tratase de una ofrenda religiosa, sin intenciones de transgredir ni provocar. Sí de experimentar, aunque no en un sentido tradicional, no con la idea de especular con “lo nuevo”. Al contrario, pretendiendo que el cuerpo y la palabra (lo esencial, bah) se sacudan las diferentes capas de maquillaje para mostrarse como son y para ser reconocidos como tales, después de mucho tiempo sin compartir.

Todo comienza cuando el dueto discute sobre las diferencias y similitudes entre la tortuga y el caracol. Lo que podría quedar en una fábula improvisada, hace detonar profundas cuestiones irresueltas, que demuestran, una vez más, que lo absurdo y lo realista son dos caras de una misma moneda. Nosotros, sentados sobre la delgada línea que separa la ficción de la realidad, recuperamos, aunque sea por un rato, el valor real de lo que implica compartir el tiempo. Y también, de paso, vemos una obra de teatro, que no es una obra de teatro, pero que sí lo es y así sucesivamente. (1)

 

Ficha:

Tiempo compartido. Dirección: Víctor Arrojo. Intérpretes: Marcela Montero y Guillermo Troncoso. Sala: Cajamarca. Función del 26-05-17.

 

(1)  En marzo de este año, Arrojo estrenó en Madrid otra versión de Tiempo compartido, protagonizada por los actores mendocinos radicados allí Sara Torres y Luis Sampedro.