Llugany y sus Milagros ya son parte de la religión

18.04.2024 00:35

Por Fausto J. Alfonso

 

Muy lejos de lo pueril y también de lo demagógico, el último trabajo de Andrés Llugany inyecta al espectador abierto de mente (y a un panorama cinematográfico regional un tanto carente de sorpresas) una nada despreciable dosis de optimismo y rebeldía. Las Milagros existen es una sentida reflexión sobre las creencias, de cómo se conforman y se sostienen, que el experimentado director aborda con un criterio estético menos lúdico y experimental que lo habitual, pero con gran solidez narrativa y sin caer jamás en la solemnidad.

Planteada como “una pequeña historia de búsqueda, amistad y fe, narrada en dos actos”, la película promueve una mirada original sobre la religión, con una particular heroína que apuesta a subvertir las bases tradicionales en las que se asientan los cultos y pone en crisis el tema del “sacrificio” (como muerte, como martirio) como algo absolutamente indispensable a la hora de construir relaciones, bienestar y cadenas de solidaridad.

También el film es un cuestionamiento a la inflexibilidad de ciertas reglas divinas y una apuesta al sincretismo y a la integración respetando la diversidad. Esto último algo tan vociferado en los últimos tiempos desde la (mala) ficción como poco concretado en el plano real.

Pero Llugany no cae en los lugares comunes ni apela a lo políticamente correcto. Como en casi todos sus films, se corre de modas y recetas, buscando una mirada personal, que no excluye recurrencias de estilo: la extrañeza, lo bizarro, el artefacto/máquina, la monstruosidad con sus múltiples caras, lo fantástico y lo metafílmico más o menos a la vista.

En ese último aspecto, la película apela a una peculiar sala de cine que se instala en el inconsciente de la protagonista y también a una auténtica intertextualidad fílmica mendocina (algo para nada común en el cine de estos lares), al abrevar en imágenes de los films Vandream y Asunción, de Tito de la Vega (que además asume el rol del Tullido).

A partir de un nombre propio (Milagros) que es un sustantivo (milagros) y un personaje (Milagros), Llugany propone literal y metafóricamente una constelación de significados. Los milagros, con o sin mayúsculas, disparan una trama que encadenan coincidencias y casualidades, pero también deseos y voluntades. Queda claro que el espíritu gregario es el que nos salva y que los milagros pueden producirse tanto como provocarse, pueden buscarse como ser encontrados. Lo concreto es que uno se reconoce como fruto de un milagro o productor de un milagro siempre en función de otro. Que para algunos será un muerto. Y para otros, un vivo.

Milagros (Clarita Furlán de Paz) es una novicia que tiene visiones y que prepara una tesis por demás excéntrica sobre Fisionometría de los Santos y sus Significados. Un día encuentra inconsciente y en un descampado a Milagros (Aldana Zalazar), una joven prostituta. La chica, que ha sido violentada, es devota de la Difunta Correa. El contrapunto entre las creencias sagradas y las paganas no es obstáculo para que inicien una amistad que de a poco se transformará en una gran fuerza, una cofradía de mujeres especiales, todas llamadas Milagros, que se potencian en múltiples acciones que benefician a la comunidad.

Algo de absurdo, sumado a ecos del espíritu juguetón de obras anteriores, vuelve a este relato entretenido, en un tono amable y siempre manteniendo la intriga. El humor emerge en varias ocasiones, aunque dosificado. De estos pasajes son parte, por ejemplo, la emisión de un programa de tv –La tarde con Carlota- que emula lo peor de los de por sí muy flojos magazines menducos (esto, como todo, corre por cuenta de quien suscribe); y una delirante recreación de La última cena. La ironía se deja ver en textos de distintos periódicos que anuncian milagros clave y en las noticias que los circundan, como asimismo en la portada de la ficticia revista Famosas, donde una ex reina vendimial –Milagros Giménez- cuenta “su traumático nacimiento, mientras nos deleita con su Patua du Clombe”. En más de una ocasión, la buena música (creada por el propio director y Gisela Levín) puntúa de manera pícara las situaciones. Pero también se luce en los momentos más dramáticos.

A mitad de camino entre lo trágico y lo cómico, el personaje del predicador El Niño Santino abre aún más el debate sobre la fe y se acopla a la impactante escena final, con las dos principales Milagros, para sellar la coherencia de la tesis desarrollada por Llugany en torno de una religión más tolerante y la aceptación de la fe (y sus argumentos) ajena. Que el hábito no hace al monje, dicho sea de paso, también queda claro en una breve escena en la que se ven los hábitos (en su otra acepción) de un cura mano larga. En la vereda opuesta, las hermanas del convento son pura bondad, casi idealizadas.

Entre los hallazgos visuales, se encuentra el criterioso uso del color combinado con el blanco y negro. Este último, destinado a las visiones, propone ruinosos e inquietantes escenarios reales que parecieran suspendidos en un fondo producido, un fondo lleno de estrellas que reclaman ser miradas para seguir teniendo entidad, según lo afirma la propia protagonista. En los interiores, una apropiada luz cálida y tenue refuerza las instancias de recogimiento de la novicia, como las confesiones compartidas, dando relevancia a los “vínculos cósmicos”. Algunos planos exteriores son muy potentes en su sencillez compositiva, como las chicas tomadas desde lejos en un paisaje donde se luce un enorme poste inclinado o el viejo aparato de tv Doberman en medio de la nada sintonizado en La tarde con Carlota. Imágenes que, por supuesto, dicen más que lo que muestran. Puertas adentro, las monjitas susurrando mientras desayunan aportan delicadeza y una atmósfera típica de convento, bien pensada también a nivel colores.

Clarita Furlán de Paz, la aspirante a monja, redondea un personaje querible. Sensible sin empalagar, graciosa sin caricaturizar (no es Lali Espósito en Esperanza mía, como para que se entienda), la actriz lleva con naturalidad el mayor peso en términos de interpretación y de motorización del relato, bien secundada por el resto, que incluye un gran reparto actoral femenino y una que otra leyenda masculina.

Los diálogos, aún en las instancias oníricas, gozan de verosimilitud, salvo durante el encuentro de la protagonista con Jesús, la Difunta y el Gauchito Gil. Solo un par de minutos donde el intercambio es esquemático y lo absurdo linda con lo ridículo. Aunque también esto pueda ser “parte de la religión”, parafraseando a Charly.

Las Milagros existen es una apuesta íntegramente mendocina, que pasó por el Festival de Málaga y ahora se prueba con el público local. Su idea original (de Gabriel Dalla Torre, adaptada por Llugany) se revela en su grandeza y profundidad minuto a minuto, con imágenes pensadas y convincentes. Tras los créditos, milagrosamente, se impone un ingenioso bonus graph.

 

Ficha:

Las Milagros existen. Dirección: Andrés Llugany. Versión libre de A. Llugany sobre un guion original de Gabriel Dalla Torre. Producción ejecutiva: Cecilia Agüero. Cámara y dirección de fotografía: Fernando González. Dirección de arte: Selva Tulián y Milagros García Mansilla. Montaje: Camila Menéndez. Vestuario: Victoria Gassull. Asistencia de dirección: Franco Pellegrino. Jefatura de producción: Matías Quinteros Poquet. Maquillaje: Ana Martínez. Ambientación: Darío Exequiel. Dirección de sonido: Gisela Levín. Música: A. Llugany y G. Levín. Sonido directo: Raúl Sotelo. Producción original: El Generador. Intérpretes: Clarita Furlán de Paz, Aldana Zalazar, Melody Moro, Elena Schnell, Margarita Cubillos, Luna Pannocchia, Laura Lahoz, Javier Massi, Alejandra Trigueros, Joaquín de Lucía, Gisela Lorca, Maximiliano Villegas, Natasha Sirera, Valeria Rivas, Pablo Ortiz, Jorge Fornés, Laura Rodríguez, Tito de la Vega, Luis Torres, Oscar Guillén y elenco.