Lo que la terapia nos dejó
Por Fausto J. Alfonso
Una ley no escrita indica que el crítico debe asistir a los estrenos y escribir sobre ellos. Tampoco está escrito, y ni siquiera es ley, que el crítico vaya a la función despedida y escriba sobre ella. De esto último trata esta crítica: de cómo Bajo terapia dijo chau, dejando motivos para celebrar y reflexionar. O mejor dicho para analizar, sintonizando con la propuesta.
No es poca cosa, y nada común, que una puesta mendocina baje la persiana en la sala con más capacidad de la provincia a punto de explotar de espectadores, ingresando en la peculiar categoría de “fenómeno”. No es común -tampoco- que esto se reconozca, se diga y se escriba. Justamente porque deja en evidencia que la mayoría de las propuestas agonizan en sus últimas fechas (o en las primeras), independientemente de su calidad.
Bajo terapia confirmó algo que se venía insinuando desde hace un tiempo con otros títulos: la necesidad/demanda de un circuito de teatro comercial mendocino, asumido con continuidad y seriedad, que alterne y complemente lo que siempre ha sido el fuerte de la escena local: ese teatro que responde más a principios estéticos e intelectuales, a la investigación y la experimentación, y en el que la convocatoria y la taquilla son y serán parte de la incertidumbre.
Sumado a lo anterior, la puesta dirigida por Guillermo Troncoso ratificó además el valor de los intérpretes locales frente a un público que se encandila con obras porteñas que son números puestos, miran hacia la masividad y se nutren de “estrellas” que titilan más de lo que brillan. Por eso es feo –pero también hay que escribirlo- que aun hoy se escuchen comentarios en la línea “están muy bien, y eso que son todos mendocinos”. Prejuiciosos dardos de los que Bajo terapia no fue ajena, incluso en el marco de su despedida, mientras los mismos que los lanzaban perpetuaban sus aplausos, muy satisfechos con lo visto.
Bajo terapia es un ejemplo contundente de teatro comercial. Escrita por el santafesino Matías Del Federico, la obra ha circulado por varios países y, en el nuestro, ha sido dirigida por figuras de la talla de Daniel Veronese. No es difícil imaginar al autor trabajando a dos teclados: el de la computadora y el de la calculadora. Porque todo está fríamente computado y calculado. La obra es eficaz y funciona a la perfección en el ida y vuelta con el público. Pero es más hábil que inteligente. Sustancialmente no es muy diferente a otras propuestas similares sobre problemáticas de pareja. No descubre la pólvora, pero sabe cómo usarla para sus fuegos artificiales.
El dramaturgo ha logrado cruzar las coordenadas de la comedia psicoanalítica (con sus problemáticas tan viejas como la historia de la humanidad) con la coyuntura. Queda bien con el pasado y el presente, con cierta tradición teatral y con la agenda socio-política actual. Por eso, llega un punto en el que le pasa lo que a muchas historias de la dramaturgia nacional de los últimos diez años: se vuelve obvia, aleccionadora y políticamente correcta. Sin ninguna necesidad, ya que tampoco hace falta ser un genio para darse cuenta quién es quién en el conflicto planteado. Entonces, cuando el humor le da paso al golpe bajo, baja también la calidad de la escritura chispeante.
La trama es así, para quien no la conozca: una terapeuta cita a su consultorio a tres parejas, para que entre ellas charlen sus problemáticas e intenten soluciones. La psicóloga no está presente. Deja sobres con consignas y algo para que tomen, incluido gin, a sabiendas de que una de las personas convocadas tiene tendencias alcohólicas (por supuesto que se trata de una de las tantísimas licencias que se puede tomar una comedia y que aquí abundan, dado el absurdo con el que arranca y con el que se sostiene hasta que termina). Palabras van, palabras vienen, emergen las oscuridades de todos y cada uno de ellos/as.
El rulo que dramatúrgicamente hace casi sobre el final sopesa aquellos golpes bajos, aunque se podría haber planteado igual sin ellos. Lógicamente, si perdonamos las licencias, también debemos obviar cualquier lectura ética que se haga sobre la historia. Esa vuelta de tuerca final es lo más parecido a una cámara oculta de Tognetti, pero en términos teatrales. Sin revelar demasiado, se puede apuntar que no habla muy bien de la profesional de la salud mental (que no vemos nunca), quien pareciera querer deslindar el trabajo sucio en otros. Pero bueno, allí también entraríamos en una cuestión moralista, que mejor dejarla a criterio del espectador.
Ahora, más allá del texto y las situaciones en sí mismas, Bajo terapia necesita de un buen director y buenas actuaciones para que la habilidad con que fue concebida llegue a buen puerto. Si no, por sí sola, con actuaciones precarias, no pasaría el test y ahí sí ni las licencias serían aceptables.
Troncoso reunió a un grupo de actores sorprendente. A priori, de una disparidad absoluta. Por trayectoria y experiencia, por estilo y formación, etcétera. Sin embargo, logró homegeneizar el registro de actuación de todos, adecuarlo a la velocidad de los diálogos, evitando todo bache, y definiéndolos en buena parte desde lo físico, a partir de los gestos y desplazamientos indicados, más allá de lo que dicen.
Muy importante el rescate de Charlos Distéfano para la escena local después de un buen tiempo. Difícilmente lo hayamos visto antes en una propuesta así, donde se revela como un interesante comediante. Es uno de los puntales de Bajo terapia. Por los pliegues que tiene, su personaje quizás sea el más complejo. Divertido, fastidioso y oscuro, le permite al espectador experimentar diferentes -y extremas- sensaciones. Su manejo de la corporalidad es sostenido y apreciable más allá de sus momentos de intervención puntual.
Claudia Racconto confirma su versatilidad y carisma, suma ironía desbocada y se pone honda cuando la situación lo exige. Matías González, su pareja de ficción, no se queda atrás. Gana al público con una simpatía obligada por las circunstancias, pero que esconde sarcasmo y fastidio. María Celeste Rodríguez de Mesa sortea el desafío de tener que esperar que su personaje crezca muy lentamente hasta estallar en una situación de comedia alocada y es allí cuando nos sacamos el sombrero y celebramos que esté. Termina siendo el otro personaje más rico en aristas. Un peldaño más abajo, pero sin desentonar, Luciano Andrea Costigliolo y Ana Agustina López, como la pareja más joven, aportan frescura y desinhibición. Pero él debería acentuar/diferenciar más los matices y ella no caer en el melodrama en los momentos más inclinados hacia el realismo y lo genuinamente dramático.
La pulcra escenografía con el sello de Guillermo Carmona juega un contrapunto con los trapos sucios que van saliendo y el vestuario confirma el perfil de estas seis criaturas a las que la psicología les tendió una ayuda, pero también una trampa. La misma trampa en la que el espectador se deja caer, porque la encuentra entretenida y ágil. Y, está bien, ya se sabe, también “profunda” y “comprometida”.
Bajo terapia fue. Pero, ¿quién sabe? En el teatro mendocino la última palabra nunca está dicha.
Ficha:
Bajo terapia, de Matías Del Federico. Dirección: Guillermo Troncoso. Intérpretes: Claudia Racconto, Matías González, Charlos Distéfano, María Celeste Rodríguez de Mesa, Luciano Andrea Costigliolo y Ana Agustina López. Escenografía: Guillermo Carmona. Producción: Romina Cano Porras y Sofía Silva. Asistencia de dirección: Eleonora Acosta. Sala: Teatro Plaza (Colón 22, Godoy Cruz, Mendoza). Función del 03-06-2022.