Perros que ladran, sí muerden

20.10.2019 15:45

Por Fausto J. Alfonso

 

En ocasiones, la vida y la muerte se complotan para hacernos una broma pesada, para pegarnos donde más nos duele. Pero también para abrirnos los ojos y ayudarnos a comprender que caminando en círculos no vamos a llegar a ningún lado. En esas anda Un perro tibetano rojo, una propuesta que ahonda en ciertas debilidades del argentino medio de las que parece imposible escapar. Lo hace con un humor siempre filoso, por momentos negro; y, en esta puesta, con sentido del ritmo y buenas actuaciones.

Alejandro Conte, director que transita por un momento de hiperactividad, con cinco obras en cartel, se cargó al hombro esta historia familiar que hace eje en la salvación y el individualismo, del mismo modo que lo hace en la especulación y el aprovechamiento del otro. ¿Se trata de una familia disfuncional? Y, sí. Sobretodo si atendemos a lo ultraterrenal. Pero, más allá de eso, que ha pasado a ser un lugar común en el teatro contemporáneo argentino, de los ‘90 para acá, lo que importan son los rasgos que exceden lo familiar y se instalan a nivel país: la idea del sálvese quien pueda, el cortoplacismo, el atar con alambre, etcétera. En dos palabras, lo precario.

Como los argentinos no aprendemos y estamos condenados a repetir siempre lo mismo, el teatro y el cine (pensemos un poco en Tute cabrero, del ‘69, o en Plata dulce, del ‘82, para no ir más cerca ni más lejos) seguirán intentando alumbrarnos un poco. Por eso, Un perro tibetano rojo es ideal para hoy, como lo pudo ser para ayer, aunque roguemos que no para mañana.

La puesta de Conte funciona en principio porque cumple con una cuestión espacial básica para que actúe el voyeurismo imprescindible para la ocasión. Que sea un sitio verdadero y cotidiano -la cocina/comedor de una casa- enmarcado en un lugar mayor que desconocemos. El espacio extraño mezclado con el rutinario. La cercanía y el intimismo están garantizados y funcionan. Lo apretado se vuelve sustancioso, incomodo. En ese contexto, el director dinamiza la acción apelando a un par de puertas, a la manipulación de las luces por parte de los personajes y a la simultaneidad de escenas y diálogos, superposición ésta que enriquece notablemente el ritmo de la puesta y el interés por los personajes y la anécdota. Las acciones en clave naturalista se disuelven en lo metafísico, por decirlo de algún modo, sin que el resultado aparezca forzado o inverosímil.

En este juego de fronteras que se desdibujan, los actores están muy bien. El nivel es parejo, aunque por sobre el grupo se destacan Gustavo Torres, cuyo papel le ofrece un margen más amplio en términos de sentimientos, pero también de cinismo y sadismo, lo que le permite jugar a las escondidas, hablar entredientes, vagar y reír impúnemente, todo con solvencia; y Bárbara Hermann, cuya transparente naturalidad en diálogos, gestos y acciones nos convencen de estar acarreando una problemática propia en su mismísima casa. Los cuatros restantes, más subrayados en su intención algunos (la inestabilidad del hijo, la altivez del novio), otros más virados al grotesco (la madre y su pareja, con sus ambiciones, ingenuidades y excesos) contribuyen a un retrato de familia rico en patetismo y múltiples lecturas.

Entre recriminaciones, reproches relacionados con lo genético, lo cultural y lo identitario, y no pocos delirios cósmicos, los seis personajes desandan su vida y su muerte a lo argentino, atropelladamente. En el patio, los perros avisan. Ladran. Y también muerden.

 

Ficha:

Un perro tibetano rojo, de María Victoria Taborelli. Dirección general y puesta en escena: Alejandro Conte. Intérpretes: Susana Rivarola, Bárbara Hermann, Gustavo Torres, Enrique Díaz, Juan Pablo Roca Serdio y Facundo Plaza. Diseño y realización escenográfica: Susana Rivarola. Fotografía y diseño lumínico: Alejandro Conte. Música original: Nahuel Plaza. Sala: Foro Nuevo Cuyo, Entre Ríos 372, Mendoza. Función del 18-10-19.