Roberto Schneider: el factor aglutinante
Por Fausto J. Alfonso
20 de octubre de 1989. Lo tengo documentado, no es solo memoria. Fue entonces cuando lo conocí, tipo 21.30. En Córdoba, en la vereda del Teatro San Martín. Transcurría el III Festival Nacional de Teatro “Córdoba ‘89”, que duraba una semana y tenía una programación abundante. Recuerdo que su cobertura significó un buen ajetreo, como todo festival que se precie. Un ajetreo muy placentero, por cierto. Salíamos de la Luis de Tejeda. Se me acerca, entrador como era, pero diplomático como también era. Y me dice: “¿Sos el mendocino, no? ¡Qué actrices!, ¿eh?” Lógicamente, se refería a lo que acabábamos de ver. La primera función de un espectáculo de mi provincia, titulado XX El sentido de ser mujer, protagonizado por tres grandes intérpretes: Nora Fernández, Mariú Carrera y Gladys Ravalle. “Yo soy Roberto Schneider, de Santa Fe”, lanzó pegadito a lo primero. E instaló un pacto de confianza casi sin que me diese cuenta.
Hoy, a 35 años exactos de aquel cruce, el pacto sigue. Intacto. Que el 9 de abril de este año hayamos leído la noticia de su fallecimiento es algo que forma parte de los pasos burocráticos con los que nació la humanidad. Manías que no se pierden. Su presencia persiste en los recuerdos y en su obra. Esas son cosas chequeables. Allí no hay cuento. Nada de especulaciones metafísicas. Mucho menos paranormales. Las vivencias compartidas pesan toneladas. ¿Cómo esconderlas? El fruto de su trabajo es abrumador. Hay fotos, libros, videos, audios… Textos en el soporte que pidan. El periodismo en general, la crítica en particular y las calles de Santa Fe están impregnadas de su aporte. Su ciudadanía ilustre se veía venir; era casi una obviedad. Entonces… eso de irse, de dejarnos… Está bien, cada uno es dueño. Pero si alguien deja huellas culturales por todos lados, es difícil esconderse. Y que no se interpreten estas palabras como un consuelo. La muerte –al menos en este caso- sí es cuento.
Roberto Schneider fue hombre de una pieza, como se decía antes (antes también se le decía pieza a la obra de teatro). Lo tomabas o lo dejabas (uso el pasado porque no va a faltar quien me trate de loco si apelo al presente). Con él se jodía o no se jodía. El que decidía tomarlo, descubría un tipo entrañable, querible hasta la médula. Y una personalidad polifacética. Roberto era un dandy desbocado. Tan culto como guarro. De un histrionismo y una agudeza envidiables. Veloz para las réplicas. Y con un oído muy atento, que absorbía todo. Trabajador prolífico. Creativo. Emprendedor, cuando esta palabra tenía algún sentido. Simpático y afable, pero imposible de ser engañado. Sin estar nunca a la defensiva, intuía cuando alguien lo quería pasar valiéndose de malas artes. Al menos así lo vi yo siempre. Cariñoso con sus amigos, educado frente a los desconocidos, puteador olímpico frente a lacras e injusticias.
Pese a que nos separaban 900 kilómetros, nos vimos muchísimas veces a lo largo de estos 35 años. Muchas en su provincia, unas pocas en la mía y varias más en el resto. Si hacía falta alguna prueba de que el teatro une, vaya entonces ésta. Y aquí viene lo más lindo. Como Roberto, además de lo dicho, era muy inquieto y parecía haber nacido con un Master en Ceremonial y Protocolo, y un Doctorado en Relaciones Públicas, fue tendiendo a lo largo del tiempo una extensa y sólida red de amistades. Hizo que los periodistas de las distintas provincias nos conociésemos e intercambiáramos opiniones y experiencias. Nos agrupaba en paneles. Nos reunía en torno de un micrófono de radio o frente a una cámara de tv. Nos hacía recorrer cafés y muchas veces los pagaba, porque también era un desprendido. Nos asesoraba sobre qué comer y beber, pero nunca imponía sus gustos personales ni era redundante en sus sugerencias. Nos hizo gastar la peatonal santafesina, mientras se desplazaba con desparpajo y alegría, vociferando alguna ocurrencia o festejando el dueto operístico que improvisaban sus colegas Alberto Catena y Julio Cejas, mientras el resto -entre quienes siempre estaba su gran amigo Miguel Passarini- disfrutábamos intensamente de esa función que no era parte de ninguna grilla y hacía honor al vocablo performance.
Roberto ofició de anfitrión –el mejor- cada vez que una actividad tenía a su provincia de protagonista (¡qué decir de tantos Argentinos de Artes Escénicas!) y se transformó en un coordinador espontáneo y sincronizado cuando las cosas ocurrían fuera de Santa Fe. En cualquier sitio se movía como si fuese del lugar. Resolvía problemas, gestionaba comodidades, hacía las cosas más fáciles, gratis y rápidas cada vez que lo requerían. En un hotel, en un restaurante, en un teatro, su presencia era garantía de que las cosas iban a salir bien. Aun cuando fuese la primera vez que entraba allí. Un dominio absoluto de la escena. Había sido actor, era periodista. Supo explotar siempre esa combinación. Era un comunicador en el más cabal y estricto sentido del término. Y un profesor sui generis.
Roberto unía a la gente. Unía a la gente que quería. E intuía quiénes podrían llegar a quererse. Además, sacaba rápido las fichas de los gustos personales. Si te decía esta obra te va a interesar, no fallaba. Fue -o es, si se me permite- un orquestador como pocos. Fue -es- el factor aglutinante que permitió lazos sin especular con nada a cambio.
Roberto junto a algunos de sus colegas/amigos. De izq. a der.: Raúl Sansica, Miguel Passarini, David Jacobs, Gabriel Peralta, él y Alberto Catena.