Seis momentos en la historia del teatro mendocino*

01.05.2018 11:52

 

Por Fausto José Alfonso

 

En los ’50, érase una maestra: Galina Tolmacheva

 

Las provincias suelen mirar hacia la capital, deseosas de importar sus vanguardias, sus talentos, sus maestros. Pero, ¿hay excepciones?, ¿siempre fue así? ¿Alguna vez la capital murió de envidia por no tener entre los suyos a ese referente tan preciado que no la eligió? La Mendoza de los ’50 ofrece un ejemplo contundente de esto último.

Decepcionada, la moscovita Galina Tolmacheva (1895-1987) se alejó de su patria y decidió hacer su propia revolución con las armas que le brindaba el teatro. Transformó la escena local como directora de la Escuela Superior de Arte Escénico de la Universidad Nacional de Cuyo (creada en 1948), desarrollando el método de Stanislavsky, de quien había sido discípula, y formando intérpretes, varios de los cuales triunfarían luego en…, sí señor, la capital.

Con los primeros egresados, la Escuela creó el grupo Teatro de Cuyo (más adelante Elenco de la UNCuyo), con el que Galina montó desde clásicos rusos hasta dramas quechuas. Gala, como la llamaban sus cercanos, fue un ejemplo de mujer y de maestra atravesada por la ética. Su libro Ética y creación del actor[1], donde “ensaya” a partir de la ética de Stanislavsky, es (a hoy) insustituible.

Su discípula dilecta (y directa) Nina Cortese, se refirió a su forma de enseñar como algo próximo a una “alquimia”, ya que “el proceso educativo comprometía a la persona entera, externa a internamente. Un físico dúctil y una voz bella y rica en matices eran herramientas indispensables, pero no suficientes. Lo más importante era el trabajo que debía realizar el ser humano consigo mismo, preparándose espiritualmente, afinando las percepciones, desterrando hábitos, profundizando el conocimiento, desarrollando hasta el dolor la capacidad sensible. La superficialidad y la pedantería eran más condenables para Tolmacheva que la ignorancia”.[2]

Galina (en la foto retratada por la gran Anne Marie Heinrich) estuvo al frente de la Escuela hasta el ’55, cuando irrumpe Aramburu. Pero no dejó de aportar a la provincia hasta los ’80, brindando más escritos, creando más elencos, enseñando hasta la fatiga. Tolmacheva hizo escuela desde la provincia. Por una vez, al menos, la capital murió de envidia.

 

En los ’60, érase un dramaturgo: Justo Pedro Franco

 

Durante la década del ’50, cuando el desconcierto y la frustración dejaban marcas en el hombre del momento, el movimiento absurdista irrumpió con una forma (y fórmula) perfectamente lógica desde lo ideológico, es decir, adecuada para expresar la insatisfacción reinante, e ilógica desde lo estético (textual y escénicamente). En los ’60 Mendoza hirvió de lo que se anunciaba como absurdismo neovanguardista, propuesta alentada, entre otros intelectuales, por el escritor Antonio Di Benedetto. Desde la dramaturgia, uno de los máximos responsables fue Justo Pedro Franco, también actor y director.

 “Descubrí el hecho teatral en mi adolescencia –ha confesado-, a causa de una muchacha de mirar esquivo y pasión desenfrenada. Un grupo de extraños personajes se reunía en la antigua sede del Partido Socialista –cuna de tanta política inútil-, y ejecutaba un ritual estrafalario y ostentoso que consistía, nada menos, que en volverse otros ante nadie”.[3]

Su “monólogo dialogado” Solo, que protagonizó y dirigió con insospechado éxito, fue el pasaporte para que ese mismo grupo de gente exótica lo admitiera en el elenco independiente La Nube (1955), uno de los más importantes del período. Luego, él fundaría otro de los grupos emblemáticos de la época: El péndulo (1958).

Aunque siempre renegaba del rótulo “vanguardia”, varias entrevistas de la época y los hechos mismos demostraban, al menos, una adhesión inconsciente a ese término. Porque, ya se sabe: la vanguardia suele ser usina de polémicas. Y si algo traía polémica eran sus obras. Por ejemplo, Los cónyuges, un adelantado retrato de una pareja de homosexuales, que desorbitó los ojos de la modosita Mendoza, provocó la intervención (y censura) del Arzobispado, y generó verdaderas grescas verbales y físicas entre los tradicionalistas del teatro y los que proponían novedades. Aún, cuando no lo pudo estrenar con dos actores en los roles centrales, sino con un actor y una actriz.

Ese estreno se produjo en abril de 1962 en el Teatro Acústico de la Biblioteca Pública General San Martín, con dirección del autor y la interpretación de Judith Carunchio y Jorge Alvarado, más una breve intervención del mismo Franco. Según testigos presenciales, el debut terminó con la llegada de la policía, luego de que el actor tucumano radicado por entonces en Mendoza Hugo Gramajo se trenzará a los golpes con algunos de sus pares.  

Valiéndose de los principios formales vanguardistas, Franco introdujo problemáticas sociales e individuales del momento. Sus planteos y recursos resultaron desconcertantes para el público y sus preocupaciones se equipararon a las de sus colegas de las grandes urbes. Autor también de La voz eterna, Sur de muertes, Coto y El triunfo de la civilización, entre otras,  la senda absurdista abierta por él desde la dramaturgia, y en alguna medida también por Luis Arias Robau, se intensificó con los aportes de Clara Giol Bressan, Armando Lucero, Bruno Giorgi, Susana Tampieri, Ramón Abdala y Fernando Lorenzo, por citar a algunos. Los teatristas mendocinos, agradecidos. Ya tenían una cantera a mano. El catálogo había dejado de ser solo europeo y porteño.

 

En los ’70, érase un debate: la sala o la villa

 

El teatro mendocino de los ‘60 fue prolífico en cuanto a elencos, algunos fundados a mediados de los ’50 o cuando éstos se apagaban y otros ya en la década siguiente. Los más emblemáticos fueron: La Avispa, dirigido por Bernardo Roitman, La Nube (Juan José Beoletto/Osvaldo Neyra), El Péndulo (Justo Pedro Franco), Amanecer (Benito Talfitti), Platea (Armando Lucero), Nuestro Teatro (Carlos Owens/Fernando Lorenzo), Pequeño Teatro (Galina Tolmacheva), Ateneo Estudio de Teatro (Miguel Gascón), Teatro Vocacional Siripo (Humberto Crimi), Bosquejos (Carlos Owens), Escenario (Clara Giol Bressan).

Con este panorama como antecedente, que en general apuntaba a un teatro de calidad, los ’70 encontró entonces a la provincia bien entrenada en la materia: la presencia de esos elencos derivó en la apertura de varias salas, los estrenos de obras locales, nacionales y extranjeras se sucedieron a un ritmo envidiado por otras provincias, la crítica periodística (sobre todo desde las revistas Mendoza en el Arte y Claves) se sumó con ricos debates y apreciaciones y, en ese marco… también estalló la polémica: ¿cómo debía acompañar el arte en general, y el teatro en particular, la transformación social en vías a una gesta revolucionaria? ¿Desde qué terreno el teatro debía acompañar al pueblo? ¿Desde el propio, la sala teatral? ¿O desde la calle, propiedad del pueblo? ¿Qué era ser independiente? ¿Y qué, profesional?

Quienes mejor representaron este duelo de opuestos fueron el Elenco Municipal de Mendoza, dirigido por Cristóbal Arnold (foto superior), y el Grupo Arlequín, al frente del cual estaba Ernesto Suárez (foto inferior). Uno y otro apoyaban la lucha popular, pero sus metodologías y objetivos diferían por completo. Mientras que Arnold defendía el teatro de autor (y de hecho montaba Cossa, Brecht, Chéjov, Monti), la sala teatral como espacio pertinente y la idea de que el público acceda a la creación “tal y como ésta se presenta”, Suárez arroja el teatro a la calle, busca su verdad en los barrios y apuesta al voluntarismo militante, los espacios no convencionales y la creación colectiva.

Arnold opinaba que había que revisar el sistema educativo y promover que el ciudadano se arrimara al teatro movido por sus propias inquietudes para superarse, entretenerse, ilustrarse y satisfacer su curiosidad. Suárez piensa que el pueblo entenderá la importancia del teatro en tanto cree y protagonice su propio drama, reclame sus derechos usando a éste como vehículo, y manifieste con todo su cuerpo lo que siente y piensa.

Cada uno a su modo forjó una interpretación (en su doble acepción) de lo que era el arte independiente y cómo éste debía interpretar la lucha de clases desde la estética escénica. Cada uno a su modo formó un púbico e hizo historia, a tal punto que terminaron convirtiéndose en dos de las figuras centrales (y más influyentes) del teatro local en las décadas siguientes.

Uno de los hitos más importantes del teatro mendocino de todos los tiempos lo protagonizó justamente el Elenco Municipal de Mendoza. Fue en 1971, con la puesta de El juego que todos jugamos, de Alejandro Jodorowsky. A un inusual éxito de público en Mendoza, se les sumaron giras, temporadas en otras provincias y la atención de medios periodísticos nacionales que reflejaron el fenómeno. Es decir, el público se interesó y movilizó como pretendía el director. “… para Arnold, el teatro cumpliría una función verdaderamente popular en el marco de una revolución que permitiera al pueblo acceder al arte, a la creación tal y como ésta se presenta. (…) esto significaba no hacer un arte especial para los sectores populares, como de hecho lo hacía el teatro barrial o villero”.[4]

Arlequín, por su parte, se había iniciado en el contexto del Instituto Cuyano de Cultura Hispánica, siempre montando obras con contenido de crítica social. En el ’72 tomó la calle, aunque también creó su propia sala céntrica. Pero por sobre todo, fijó una posición política más definida y orgánica (ligada primero al Peronismo de Base y luego a Montoneros) y comenzó a trabajar en barrios y villas. A  principios del ’73 estrenó El aluvión, un trabajo inspirado en el aluvión que asoló a Mendoza el 4 de enero de 1970, que se transformó en emblema del tipo de teatro que propulsaba Suárez.[5] De la experiencia participaron integrantes del tradicional Arlequín, más una importante cantidad de vecinos del barrio Virgen del Valle. La obra se presentó como un trabajo del grupo Virgen del Valle.

 

En los ’80, érase un director: Wálter Neira

 

Polémico y frontal fuera de la escena; creativo y nada convencional en ella, la figura de Walter Neira irrumpió con todo en el ’86 y no dejó de gravitar desde un primer plano hasta bien entrados los 2.000. Impulsado por un grupo de estudiantes de la Escuela de Teatro de la Facultad de Artes de la UNCuyo, el grupo Viceversa lo puso al frente y junto a él protagonizó la historia grande del teatro mendocino de los ’90.

Con Neira, la imagen tomó la palabra y se abrió otro debate. Se dijo que descuidaba el texto e incluso lo actoral, en beneficio puro de la disposición espacial y el concepto escenográfico y sonoro. Algunos críticos –y no pocos colegas- denostaron sus propuestas iniciales. El público tardó en darle el sí. La falta de sala propia lo hizo un nómade en sus primeros años. Pero no pasó mucho tiempo hasta que se revirtiera este panorama y las miradas se posaran sobre Viceversa sin que Neira tuviese que negociar sus marcas de autor.

“Como a otros compañeros de su generación, se lo puede denominar como un teatrista que asume no sólo la dirección, sino también otros roles. Él mismo se considera un elaborador de puestas en escena, a partir de una intuición personal en la que la lectura del texto le genera imágenes que, luego, se trasladan a los recursos propios de su poética de director. Imagina y ejecuta personalmente los mínimos detalles de escenografía, vestuario, maquillaje, utilería, música y luces”.[6]

Aunque visiblemente influido por Meyerhold, Artaud, el Pánico, el Absurdo y Kantor (de quien se considera una suerte de heredero), Neira creó un universo propio, muy sensorial y seductor, donde la problemática de la soledad, la incomunicación, el aislamiento y el individualismo encontraban en la puesta en escena un fascinante itinerario, un juego pleno de hallazgos y provocaciones. “No voy a dar un segundo de descanso al público”, amenazó –por ejemplo- ante el estreno de Final de partida. Y cumplió. Como contracara de su poética de lo ambiguo y difuso, frases similares –del todo directas y contundentes- anticipaban cada nueva puesta.

La falta de resolución, la profusión de símbolos, la fragmentación del tiempo, la acción y el espacio, los peculiares desdoblamientos de los personajes, la disociación entre verbo y movimiento, la crudeza de las situaciones, opacaron los motes de críptico e impopular con los que lo identificaban sus detractores. “No esperemos entender todo –deslizó Neira desde algún programa de mano-. El teatro es como la vida misma. A lo largo de nuestra existencia encontramos que hay cosas, circunstancias, hechos que no tienen ninguna explicación. Del teatro como de la vida no esperemos entender todo”.

Apenas un puñado de las muchas obras y autores que Neira y Viceversa frecuentaron, alcanza como indicador de sus intereses temáticos y estéticos: El rey se muere (Ionesco), Mata a tu prójimo…, El locutorio y Ceremonia ortopédica (todas de Díaz), Dos viejos pánicos (Piñera), Cementerio de automóviles (Arrabal), Esperando a Godot y Final de partida (Beckett), Concierto a fuego lento… (Lorenzo), Los ojos de Saturno (Fuentes), Rojo y ritual (Büchner/Naranjo), Arpías (Nievas), Remanente de invierno, Entre tanto… las grandes urbes y Acassuso (Spregelburd), El campo (Gambaro)…

En 1994, Viceversa estrenó El cardenal, de Eduardo Pavlovsky, cuyo personaje central deriva de Rojos globos rojos, otra obra del mismo autor. No fue un estreno más. Hasta el propio autor había fracasado en su intento por llevarla a escena con tres directores distintos. El resultado de este estreno mundial conmovió a Tato, a tal punto de asegurar “haber quedado pasmado –asombrado- de tanta belleza estética y de tanta profundidad”.[7]

Suerte de gurú propenso a las relaciones ríspidas (tuvo un núcleo duro de fieles, pero también muchos actores no resistieron la modalidad que Neira impuso a Viceversa), el teatro mendocino de fin del siglo XX no se entiende sin su presencia.

 

En los ’90, érase un actor: Guillermo Troncoso

 

Inquietud, desprejuicio y riesgo. Ésos parecen ser sus móviles. Versatilidad, carisma y disciplina, sus armas. Aunque ya había interpretado varios –y disímiles- personajes, el hecho de encontrarse con Samuel Beckett y ponerle el cuerpo a Final de partida (1996) y a Catástrofe y otros tres dramatículos (1997), significó para Guillermo Troncoso convertirse en el centro de todas las miradas. Sensibles y meticulosas, estas composiciones para el grupo Macache hablaban de un actor distinto, en quien lo cerebral y lo orgánico jugaban en permanente contrapunto o se reunían en una argamasa de infinitos matices.

Su alejamiento de ese tipo de criaturas (Macache fue un grupo “especializado” en Beckett, que se disolvió con la partida a Francia de su directora, la chilena-belga Ángela Verdejo) fue lamentada por quienes se asombraban con el misterio y el magnetismo de sus creaciones. Sin embargo, Troncoso se traía más de un as bajo la manga. Casi un mazo entero. Y así, comenzó a desandar estilos, estéticas, períodos, géneros, como pancho por su casa. Dejando satisfechos (aunque sin proponérselo, lógicamente) a quienes opinan que un actor debe estar capacitado para asumir cualquier tipo de desafío.

Así fue como este muchacho, que empezó a estudiar teatro en el ’82 con Marina Carrara y se fue perfeccionando con maestros de Buenos Aires y Rosario (Carlos Gandolfo, Raúl Serrano, Agustín Alezzo, Cacho Palma, Leandro Rossatti, Claudio Soró) se transformó en una figura insoslayable en el panorama mendocino, no solo en cuanto al teatro de texto, sino también en experiencias vinculadas a las nuevas tendencias, la pantomima, el clown y hasta los títeres.

Troncoso se consolidó como actor de sus propios emprendimientos y como un requerido intérprete invitado por distintos y destacados grupos. Extendió su energía hacia el cine, la televisión y la Fiesta de la Vendimia. Probó la docencia, también la dirección; giró por todo el país, participó de producciones del Cervantes y recibió numerosas distinciones.

En el marco de su prolífica carrera, se ha lucido multiplicándose en arquetipos en Modelos de madre para recortar y armar (1991 y numerosas reversiones hasta hoy, algunas como Modelos de madre… una juglaría contemporánea); como intérprete de infantiles en El dueño del cuento (1992) y en El Rey Arturo y los caballeros de la mesa redonda. Una historia en clown (2007); como conocedor del universo entre mágico y surreal de Arístides Vargas en La edad de la ciruela (2001), Nuestra señora de las nubes (2003), Pluma y la tempestad (2006) y La república análoga (2015).

Exploró la puesta multimedial en C’e ve bien? (1994); y se lució como Próspero en Buey de la luna (sobre textos de La tempestad, 1997), para volver a incursionar en Shakespeare con Las alegres comadres (2012). Fue solvente en espectáculos-concert como La llamita de Raquel (2000), Locos por la red (2002) y Drácula sin colmillos (2003). Y notable como El Cardenal de Rojos globos rojos (1998), la obra de Pavlovsky.

Ha alternado el realismo de Los cinco sentido capitales (1999) y Ella (2011), con el absurdo de la muy beckettiana El tragaluz (1999) y con la crueldad de La bohemia (2009, otro trabajo soberbio) y La prudencia (2014). No descuidó el realismo poético ni el reflexivo, el grotesco ni la alegoría política. Frecuentó Arlt en 300 Millones (2000), Cossa en Los compadritos (2006), y Federico en Lorca, un andaluz tan claro (2014). Y fue parte de Los establos de su majestad (2011), de los mendocinos Fernando Lorenzo y Alberto Rodríguez (h.).

En 2008, dirigido por Gabriela Céspedes, Troncoso deslumbró con su adaptación de la ópera bufa L’elisir d’amore, de Felice Romani. Allí, pudo implementar  la suma de su bagaje actoral, las técnicas pantomímicas, el canto, la destreza en la manipulación de muñecos, el arte de la narración oral y ciertos principios de la Commedia dell’arte. Algo así como un Troncoso total, al servicio de una apasionante historia de amor atravesada por el humor.

 

En los 2000, érase una tribu: La Rueda de los Deseos

 

A mediados de 2001 irrumpe en la escena mendocina La Rueda de los Deseos, grupo conducido por Fabián Castellani, quien ya se había impuesto en el mapa local con una agrupación anterior (La Troupe Trueque). A él se suman Gabriela Psenda, Guillermo Bragoni, Valeria Rivas, Claudia Tauber, Daniela Moreno, Tamia Rivero Nadia Cáceres y Alfredo Gálvez.

Como su nombre lo indica, en su trabajo subyace la idea de circulación y circularidad, lo que se hace presente en todas sus actividades: el Centro de Experimentación e Investigación Teatral Argonautas (con biblioteca, videoteca, salas de trabajo y  habitación albergue); el Festival Argonáutico de Teatro (que incluye los foros ¡A por el vellocino!); los talleres Herramientas para el actor; las “rondas de cuentería” La Ollita (donde los vecinos toman la posta de la narración oral); los retiros teatrales Laberintos creativos; y lógicamente sus espectáculos para sala y calle: Ladrón que roba a ladrón, Prometeos, Historias, El más antiguo beso de la tierra, Nave de locos, Hambruna, Fabuladores, Javiera, Como quinoas; El experimento, caminarás por la línea marcada (foto).

Aún con un conductor visible (llamado “jefe de escuela”), La rueda… impulsa una democracia horizontal y promueve una integración concreta, real, con la comunidad, sin por ello sacrificar métodos, estilo ni temáticas. Esa circularidad supone una obsesión sana, sobre la que siempre se vuelve, para alimentarla, darle un nuevo empuje y resignificarla. Esa obsesión es el Teatro Inquieto del cual el grupo habla. El Teatro Inquieto que, como expresión idiomática, sirve de lema o segundo nombre a la agrupación; y que no es ni más ni menos que un teatro movedizo, escurridizo, pero siempre a la vista, mostrando abiertamente las armas con las que combate.

“La circularidad de La Rueda de los Deseos se manifiesta en distintas direcciones: ya sea en su voluntad por recuperar el ritual, como en la organización interna del grupo, la concepción y confección de la puesta en escena, el tratamiento de los textos y hasta la manera de interrelacionarse con el público y de concebir sus giras. Como figura, el círculo aporta sus bondades a la tarea de este elenco y le facilita la identificación con él. La Rueda de los Deseos se aprovecha del perfil blando y suave del círculo y de su posibilidad de rodar, impulsarse por sí mismo, retroalimentarse, avanzar y cambiar siempre sin traicionarse en su esencia. En síntesis, una figura inquieta, como el teatro que se pretende, como la rueda que persigue la idea del progreso y como los deseos que luchan contra los palos que quieren trabarla”.[8]

El grupo responde a las premisas generales de la antropología teatral. Varios de sus integrantes han vivido la experiencia de estar en el Odin Teatret, bebiendo directamente del ideario impulsado por Eugenio Barba, siendo parte de la Escuela Internacional de Antropología Teatral (ISTA). Rito, unción religiosa, elementos primarios, tradiciones lejanas, interculturalidad, comunitario, rescate. Palabras y expresiones que definen la tarea de este grupo y que, más o menos acentuadas, aparecen siempre en sus propuestas.

La concepción de grupo, entendido como una ronda de integrantes que se potencian, es lo que recupera la mística teatral, fortalece el ritual y define el tándem estético-ideológico. A su vez, esta ligazón interna favorece, por supuesto, la instancia convivial, el encuentro con un público, la llegada a una comunidad o, como le gusta decir a Castellani, la “búsqueda de la tribu”. Es decir, la búsqueda de las relaciones humanas de origen, un recupero del primitivismo, en su acepción más noble y sana. El hombre intercambiando atención con el hombre, y no sólo el hombre prestándole atención al hombre.

  • Texto (en versión expandida) publicado originalmente en el libro Momentos del teatro argentino, de Jorge Ricci, Editorial INTeatro, Buenos Aires, 2018, págs. 151 a 155.


[1] Ética y creación del actor. Ensayo sobre la ética de Konstantin Stanislavsky fue editado por la Universidad Nacional de Cuyo en 1953.

[2] CORTESE, Nina (1998), Galina Tolmacheva o el teatro transfigurado, Buenos Aires, Instituto Nacional del Teatro, pág. 31.

[3] FRANCO, Justo Pedro (1996), Amores de estudiante, Mendoza, Ubú Todo Teatro, diciembre, pág. 23.

[4] HENRIQUEZ, Sebastián (2006), El teatro barrial de creación colectiva y el teatro independiente comprometido en Mendoza (1968-1976): una aproximación a sus estrategias, pág.71. En: Mendoza 70. Tierra del sol y de las luchas populares, autores varios, Manuel Suárez Editor.

[5] “La puesta sin texto previo respondió a la creación colectiva. El guión se elaboró durante los ensayos y se cristalizó en la representación, con las características de un texto performativo destinado a despertar sentimientos en el espectador”. En: GONZÁLEZ de DIAZ ARAUJO, Graciela (2003), “De las utopías en el teatro setentista”, Revista Huellas, N° 3, Mendoza, pág.160.

[6] GONZÁLEZ de DIAZ ARAUJO, Graciela (2001), “La dramaturgia de Walter Neira en la puesta de Nahueiquintún de Fernando Lorenzo y Alberto Rodríguez (h.)”, Revista Huellas, N° 1, Mendoza, pág.25.

[7] GONZÁLEZ de DIAZ ARAUJO, Graciela y NAVARRETE, José Francisco (1995), “El cardenal de Pavlovsky es definitivamente mendocino”. En: Teatro XXI, Revista del GETEA, Facultad de Filosofía y Letras de la UBA, N°1.

[8] ALFONSO, Fausto (2008), “Circularidad y circulación en La Rueda de los Deseos”. En: Revista Don Marlon (edición papel), Mendoza, marzo-abril.