Una hermosa jornada de relecturas
Por Fausto J. Alfonso
La quinta fecha de la Fiesta Provincial del Teatro Mendoza 2024 deparó tres gratas sorpresas hilvanadas por el sutil hilo de la coincidencia. Porque cada una a su manera propuso una relectura de historias que alguna vez nos sorprendieron o conmovieron. Y que ahora lo vuelven a hacer. ¿Quién no se aventuró alguna vez y en su fantasía junto a los personajes de la Odisea? ¿Quién no encontró en Orfeo y Eurídice la metáfora precisa de otras tantas historias amorosas trabadas por la incomprensión de Hades? ¿Quién no se embarcó junto a sus pares en un viaje que traía consigo la puesta a prueba de su integridad como persona?
La jornada comenzó con el protagónico de una actriz de más que probada trayectoria, Gabriela Psenda, que trajo consigo una propuesta atípica ideada por ella y su directora, Valeria Follini. Si algo viene bien en esta época de formatos seriados, son las experiencias que bordean lo inclasificable. Ésta es una de ellas. La peculiar relectura que de la obra homérica hacen estas artistas bajo el título de Yo, Odisea, nos sumerge en un mix que navega (casi toda la jornada fue como surcar por los mares) entre la interpretación y la narración, la ironía y la parodia (verbal y física), el teatro griego y el music hall. Y así… en un recorrido de decir políglota. Que le permite a la actriz, universalizar conceptos de aquella legendaria historia y vincularlos a una dramaturgia femenina que excede la obra en sí y habla de un tejido de palabras que es aquél con que las mujeres han contribuido a la historia toda. Psenda canta, baila, juega, fuma, es amable o burlesca según el momento, y se apoya en un dispositivo escénico –telar y barca a un mismo tiempo- que con sus detalles contribuye al viaje mágico que comparte con Penélope, Calipso, Ulises, Circe, la Sirena, Telémaco… y nosotros. Yo, Odisea es una experiencia delicada, que cuando la apuran guerrea. La actriz maneja muy bien el timón, mientras teje y desteje, pasando de un clima a otro. Termina siendo como una show-woman de Ítaca que entabla un diálogo franco con el espectador, quien termina agradecido.
El día siguió con Orfeo y Eurídice en versión del talentoso César Brie y dirección de Facundo Pennesi. Un espectáculo que apela a la sensibilidad, y actualiza el mito, volviéndolo bien cercano a la crónica cotidiana y al espectador mismo. Aquí, el Reino de Hades es verificable con todos los sentidos. Giuliana y Valentina son pareja. Sintonizan de un modo envidiable desde el primer momento; y van dando con la misma precaución y firmeza cada uno de los pasos para hacer de esa relación una fortaleza. Lo logran, pero un episodio desgraciado las enfrenta al momento en que deben soltarse de las manos. ¿Cómo y cuándo es el punto? Y es allí donde la propuesta plantea sus dilemas, que enfrentan al deseo y la esperanza con la ciencia y la ética. Apelando a la ternura y a los climas intimistas, Pennesi redondea un espectáculo sutil en su forma y descarnado en su contenido, ya que ahonda en esas decisiones que nadie querría (o se atrevería) tomar. Las actrices Giuliana Mattiazo y Valentina Mocoroa establecen un lazo creíble en su confidencialidad y estrechez. Ya las primeras escenas, trabajadas desde un tono humorístico y regionalista, sellan esa credibilidad. La propuesta escenográfica apela a la síntesis y los contornos, y está dominada por un marco central desplazable que puede ser tanto un marco propiamente dicho, como umbral, portal, cornisa, espejo, etcétera, contribuyendo a la entrada y salida de distintos estados emocionales o ambientes en sí. El vestuario también tiene una proyección simbólica, hay detalles de iluminación originales, y los aspectos coreográficos resuenan apropiados, estilizados, seguramente gracias a la formación del director (danza-teatro, danza aérea, circo) y a su experiencia en propuestas que han precedido a este montaje (En tu reflejo, como un buen ejemplo). El canto, en momentos puntuales, suma emotividad.
Con la noche, llegó el plato fuerte, valga la referencia obvia: Menú de náufragos… en alta mar. Una obra del polaco Slawomir Mrozek (1930-2013), con dirección de Víctor Arrojo. Una historia que planta en una balsa a la deriva a tres seres que, aunque igualados por la condición del momento, hacen estallar todas sus miserias y diferencias, que en el fondo también son similitudes. El fuerte del texto son las variaciones que Mrozek promueve: el miedo a morir de hambre remueve desde cuestiones familiares a cuestiones ideológicas. Con o sin razón cada uno tiene sus motivos para apelar o escapar al canibalismo. Nunca el otro se transforma en algo tan importante e igualmente despreciable como en una situación extrema; y las estrategias para lograr alianzas en algo clave para hundir a un tercero y al menos salvarse por un tiempo (igual que en el Tute cabrero de Tito Cossa). El humor macabro y la ironía se cruzan en esta propuesta de la que el grupo Cajamarca realizó una versión allá por el ’97 con la que ganó la Fiesta Nacional del Teatro, por entonces organizada por la Dirección Nacional del Teatro. Las referencias a nuestra historia y actualidad son evidentes sin caer en la vulgaridad de lo explícito y las humoradas de la adaptación (como las referencias a Leonardo Favio y a Nino Bravo) le sientan muy bien. La puesta es dinámica y, sobre todo, reconcentrada. Nada falta o sobra, tanto en lo escénico como en el ritmo y en la extensión. Y, mientras los náufragos en cuestión ponen lo que les queda de lomo, los actores demuestran su capacidad, explotando cada uno lo que más sabe. Si bien, como dijimos, la coyuntura los iguala, se puede distinguir un oportunista (Maya), un manipulable (González) y un aprovechador (Mancuso). El fuerte de David Maya pasa por su máscara, que aquí adquiere una gestualidad lindante con los cómicos del cine mudo. Ariel González compromete todo su físico para crear una criatura endeble, desprotegida y temerosa, a punto de ser arrastrada por un soplido. Fernando Mancuso, en tanto, destaca con sus gestos pérfidos, su presencia aplomada y una dicción que le calza justo a la verborragia de ese Hombre Tres que interpreta. Sería un exceso (y una figura retórica fácil) decir que por momentos se come crudo a los otros dos, pero ciertamente hay una diferencia a favor en tanto experiencia y, es así, conocimiento de la obra (no nos olvidemos que protagonizó aquella versión de los ’90). Ahora, juntos son dinamita. Las escenas de entrecruzamiento de cuerpos, los rodeos, los movimientos coreográficos los encuentra en un pleno ejercicio de coordinación y compromiso actoral. Arrojo logra dar con la intensidad adecuada para la acción y también con el tono indicado para entretener de un modo nada banal.
Fotos de arriba hacia abajo: Yo, Odisea; Orfeo y Eurídice y Manú de náufragos... en alta mar.