Víctor Di Nasso: “En el clown, importa lo que traés en tu disco rígido”
Por Fausto J. Alfonso
Hace más de dos décadas, Víctor Di Nasso eligió hacer de su vida una comedia slapstick. Entre golpes y tortazos comenzó a desandar un camino arduo pero placentero. La ausencia de referentes a mano se contrarrestó con las puras ganas y la voluntad. La curiosidad fue decisiva. El deseo de aprender y de probar se impuso, hasta que la nariz roja se irguió como un faro. Hoy, este actor que honra el oficio de clown, atraviesa un presente hiperactivo, con protagonismo en distintos flancos.
En el terreno del café-concert y desde el personaje de Marita Parangachully, sacude las estanterías docentes con el ya clásico Risa maestra, y su secuela, Risa maestra II. En la línea del clown-concert, despunta el vicio con El Bataclown, Plusclownperfecto y Showmor, cuando no con Star Clown. A la hora del teatro de texto, se desdobla en El supermercado, obra de y dirigida por Carlos Lorenzi; y Arnaldo toma 3, obra de y dirigida por Carolina Duarte.
Claro que, no conforme con todo esto, vive el año a puro festejo. Es a propósito de los 25 que cumple Chapote, una creación que ha paseado por dentro y fuera del país y proyectado a la pantalla chica, acompañado por su hija Luna (10), también partenaire en algunos de sus shows teatrales.
Charlar con Di Nasso es todo un placer. En su discurso hay pasión y agudeza; grandes ideas y datos finos. Obsesivo con la vida y obra de los grandes humoristas, no ahorra tiempo, energía y, siempre que haya, dinero, a la hora de ilustrarse sobre todo aquello que llevó a Chaplin, Keaton, Lewis o Los Tres Chiflados (por citar un puñado de ilustres) a transformarse en íconos de la payasada.
Este fan de Star wars, que en los ’90 y siendo parte de La Troupe Trueque (con Fabián Castellani, Gustavo Muñoz y Marcela Barbarán), llegó para restarle solemnidad al teatro mendocino, insiste en que el clown sale a escena para congraciarse y que lo primero que debe hacer es reírse de sí mismo.
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¿Chapote nace para algún espectáculo específico o te habías propuesto crear un tipo?
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Me gustan los payasos desde chico. Vivía en la San Martín Sur, cerca del campito donde se ponían los circos. Los veía ahí. Después los imitaba. En la tele veía a Firulete y Cañito; a Gaby, Fofó y Miliki. Explotaba. Y también trataba de imitarlos. Después, en la facultad, en la Escuela de Teatro, coincidimos con Tutuca Castellani y Gustavo Muñoz en la pasión por los payasos y empezamos a hacer una obra infantil con payasos. De repente, vino una maestra que necesitaba payasos para una función. Le cobramos súper barato por las ganas de querer hacerlo. Nos abocamos entonces a armar un show infantil al que le pusimos de todo, quizás pensando en que no lo íbamos a hacer nunca más. Le metimos la caída de la escalera, el pastelazo, la explosión. Llegamos en mi auto, un Fiat 600, disfrazados de payasos, con narices gigantes. Pasó como una hora y media, y la maestra nos hacía señas como diciendo “¡ya está, está pago, está buenísimo, pero ya está!, ¡dejen que tenemos que irnos!” Y nosotros hacíamos y hacíamos…
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Como los directores de cine que intentan poner todo lo que saben en su primera película.
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Claro, eso hicimos nosotros. Y creo que nos autoobligamos a ponernos nombres como payasos. Yo estaba leyendo la autobiografía de Chaplin, y además había decubierto esto de que Chespirito le puso a todos sus personajes nombres con ch. Jugando y jugando, sale Chapote. Lo probé, se rieron y fui para adelante. Esa etapa era el placer de hacer lo que más me gustaba, en definitiva. Sin saberlo quizás en ese momento. Mientras estudiaba actuación, teatro, el placer iba por el lado de hacer reír.
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Y con el tiempo, Chapote se independiza.
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Primero armamos Carcayasos entre los tres. Empezamos a hacer espectáculos infantiles, para jardines, eventos, lo que saliera. Paralelamente a la Escuela de Teatro íbamos trayendo gente de circo para dar talleres, antes del horario formal de clases. Luego cada uno, como sin querer, se fue abocando a distintas cosas y yo seguí manteniendo el Chapote, como uno de mis alter egos. Un personaje que nace, vive y se desarrolla para hacer reír. No tiene otra función primaria. Ahí arranqué a darle forma, a instruirlo.
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A 25 años de esos inicios, ¿cómo es ser clown en Mendoza en 2016? Existencialmente, si querés…
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Sí, porque en esa etapa no sabíamos qué éramos. No existía la palabra clown. Eras payaso, mimo o actor. Nosotros intentamos mezclar todo, que es un poco lo que es el clown. Ser clown en Mendoza hoy a mí me resulta muy placentero. Que se me ubique en ese lugar, que no busqué. Pensé que iba a ir por el lado de la actuación, pura y llanamente, sin darme cuenta que el placer grosso era ahí, en el hacer reír. Lo que me atrae de ser un clown acá es también esta historia de que no hay muchos. Sos pionero en muchas cosas. Podés generar cosas nuevas en un lugar bastante difícil a nivel público, algo que uno se da cuenta cuando empieza a salir. Traer cosas de otro lugar y mostrarlas acá.
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En los últimos tiempos la dramaturgia se diversificó y se habla de distintos tipos, como la de actor. ¿El clown no sería el summum de este tipo de dramaturgia?
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Sí. Creo que tiene que ver con eso. Incluso antes que desde el actor, me parece. Es decir, desde el ser, desde uno. Por eso me parece que es tan importante, y en muy pocos lugares del mundo existe, la carrera de clown. Primero tenés que aprender el clown y después la actuación, porque si no te llenás de vicios, maquetas y cosas que no dejan que trabajés lo tuyo, lo que vos querés contar, para donde querés indagar, en qué servís y en qué no, en qué tenés que produndizar, a qué apostar. Si no, hay que desmoronar eso del actor, para volver a ser uno jugando con lo mínimo, con la nariz roja y entrar a elaborar dramatúrgicamente lo que quieras. Tener libertad, no estar atado a nada. O tomar algo para transformarlo y decirlo como voz querés que llegue. Por eso también hay tantos clásicos transformados a clown o a rutinas de payasos.
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Lo que no hay es muchos clowns que se parezcan entre sí. Siempre se insiste en que todo clown define un estilo propio. ¿Cómo sería el tuyo?
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Mirá, por un lado ha habido dentro del clown esta cuestión, si se quiere, made in China. Ha pasado por ejemplo con la escuela de payasos de Ringling Brothers, donde de su taller van sacando cuatro estilos diferentes de payasos. Los van agrupando, trac trac trac, trac trac trac… y van saliendo. Hay gente que se termina yendo porque ven una cuestión marketinera y encerrada. Acá pasó un poco cuando fue el boom, sobre todo en Buenos Aires. Aparecieron buenos profesores de clown. Luego vinieron sus alumnos y después, a partir de esos alumnos, se empezó a hacer eso de “una nariz y hablo”. Incluso, hay muchos que nos conocen en Latinoamérica como los clowns que hablamos mucho. Pasa a ser una especie de stand up con nariz, más que clown. Yo hago mucho hincapié -y así lo hicieron los profesores con los que terminé de definirme en el clown- en lo propio, en lo que vos tenés. Podés tomar la rutina de los panes de Chaplin -que algunos dicen que no es de él, vaya a saber uno- y ver cómo la hacés vos, cómo la transformás, qué traés genéticamente en tu disco rígido. Yo me he ido descubriendo al hacer. Una vez un locutor me dijo “me encanta tu payaso, es re cínico, tiene un humor ácido”. Yo no me había dado cuenta. Claro, yo le fui poniendo lo mío. Con la idea de hacer reír, se fue filtrando lo que me gusta hacer, lo que me sale nauralmente. También me propuse romper eso de trabajar solo para los niños. Hacer reír a los papás, que no se queden atrás esperando o cabeceando. Entonces, el clown que yo tengo va buscando y se va metamorfoseando con lo que me va pasando. Uno se va poniendo grande y sensible y eso también lo aplico a mi clown. Siempre que tengo la posibilidad de decir otras cositas desde el escenario, si se me permite, lo intento, si da el momento. Buscar dejar un mensaje. Decir: hay algo más que esto de la política, del dinero y toda esa historia.
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¿Quiénes fueron esos profesores que te terminaron de definir como clown?
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Luisa Gaillard Sánchez y Eric De Bont. Acá fuimos autodidactas, porque no llegaba nada. Después de mucho tiempo, en Chile, tuve la oprotunidad de tomar talleres con ambos. Con Gaillard Sánchez, una francesa, y con De Bont, un holandés. Fue el clásico sacudón. Decís: “¿qué mierda estuve haciendo todo este tiempo?, ¡mirá lo que me están tirando!”
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Guillermo Troncoso decía en una entrevista que los mejores clowns suelen estar por encima de la barrera de los 60 años. ¿Coincidís con eso? ¿Cómo te ves a los 60?
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Hay un promedio de unos diez años de trabajo en esto, entre el aprender, subirse al escenario, ver, leer y estudiar. Después sí, te subís al escenario con otra parada, con otra respiración. Yo ahora estoy atento, no estoy atocigado, no estoy ciego, puedo ver, tomar un estímulo, parar la pelota, darme cuenta de lo que no está funcionando, retomar. No sé si llegás a ser el mejor. Creo que nunca se es el mejor, aunque vayas mejorando. Las primeras generaciones de payasos llegaban a serlo y después se jubilaban. Llegaron payasos muy grossos porque antes habían sido equilibristas, malabaristas, magos… Y tenían una sapiencia. Nosotros, al revés. Somos una generación que queremos ser payasos y no tenemos todo eso, lo vamos incorporando. Ahora… ¿cómo me veo a los 60? Rarísimo. Soy muy del presente, me sigo sintiendo como cuando empecé. Creo que a los 60 estaré en la misma, sin darme cuenta que tengo 60, hasta que el espejo o alguien me lo diga. Hay que estar en la búsqueda y el juego, lo lúdico, que me parece es lo más atractivo que tiene el clown. Salir a jugar, a ver qué hay y qué pasa con lo que yo salgo y con lo que se genera.
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¿Qué disciplinas te interesó ir sumando luego de salir de la Escuela de Teatro?
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Fue un poco en paralelo. Lo musical, saber un instrumento, malabares, acrobacia, las disciplinas circenses… Pero también aprender que tampoco es solo eso. Puede ser útil saber dibujar, decir trabalenguas, armar cosas, bailar…
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En general, el clown no baila mucho.
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Puede ser. Yo bailo como que hay Dios. Por ahí es un recurso más del payaso. Salir a la pista, música y baile. A mí me gusta mucho y lo aplico. Cada vez más. Bailando provoco risas, haciendo pasos para mí grossisimos, provoco risas. Y me siento halagado. “Mirá, no pareciera que bailara y baila”. Es un recurso muy rico porque es algo que no tiene el varón. El varón está enyesado de la cadera. Entonces, ver a este ser que es un hombre disfrazado de payaso y baila y se mueve gracilmente o tira unos pasos que por ahí son toscos… Ni hablar de leer, de informarte, de tener vocabulario, saber tejer, coser, tener alguna habilidad. La otra vez, en un taller en Chile, una alumna estaba haciendo ejercicios y sabía mover un solo ojo. Para ella quizás era una tontera, pero el alumnado explotó, porque descubrió una gracia que puede ser un numerazo. Todos se acordarán de ella. Podés silbar, tocar la armónica, la flauta, hacer malabares con pelotitas, clavas. Todo suma. Algo que intento trabajar es que el clown no sólo haga reír por torpe o porque no sabe lo que va a hacer. También es rico y atractivo que de repente haga algo lindo, toque una linda melodía, cante una linda canción, diga un lindo poema.
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Vos que has paseado tus propuestas por otros países, ¿es más fácil adecuar un espectáculo de clown a la realidad que te toque que un espectáculo de texto?
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Hay una universalidad en lo que vos creas, salvo que armés algo muy del terruño. La primera vez que fui a México, fue con una obra de teatro callejero dirigida por el Flaco Suárez, y un espectáculo de pantomima para sala. Después he ido como payaso, como clown y con Risa maestra, el espectáculo de café concert. El de payaso y clown era el de más fácil adaptación. Incluso, si llega el momento, puedo no hablar. Si no hay micrófono, si estoy en la calle, si están muy lejos… Busco una rutina en la que no hable y ¡pum! Con la maestra me acuerdo que sí tuve que hacer unos retoques de adaptación de algunas palabras. También fue bueno saber qué pasaba con esa maestra allá, si había maestras similares. Y sí, lamentablemente las hay.
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A la hora de la creación, ¿el clown se pone límites verbales, gestuales o temáticos?
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No, no… Hay algunos que son muy ácidos, muy borders, pasados de rosca, provocadores, como Leo Bassi, un gran provocador al que no le importa nada. El límite está en uno, es hasta dónde vos querés.
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¿Qué tema no abordarías?
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Por ahí lo sexual explícito no me da. Cuando he tenido la posibilidad en café concert, con la maestra, de hacer ciertos jueguitos de educación sexual, es hasta ahí. Es putear sin putear. La maestra se come la puteada, no la termina de tirar. No porque lo censure, sino porque no lo siento, no me sale. El otro día hablábamos de esto. Mientras más chico es el grupo, más grande puede ser el tema de humor. Mientras más gente haya, más cuidado tenés que tener. El clown sale para congraciarse, no es bufón. Sale para que lo quieran, para que haya empatía. Para que juguemos. Primero, me río de mí. No vengo a agredirte ni a que te sientas incómodo. Partiendo de eso, uno puede hacer chistes sexuales, o denigrantes, o contra judíos, negros, bajos, lo que sea, pero si es chico el grupo. En un grupo de amigos, lo tirás porque el otro sabe quién sos vos realmente, qué pensás, y que el hecho es hacerte reír a partir de la exageración. En un público masivo que no te conoce, tirás algo y puede pegar mal.
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¿Cómo se lleva el clown con la actualidad?
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A mí me gusta. Antes lo hacía más sin pensarlo. Ahora, lo hago más pensado e incluso testeo. Lo tiro y si veo que no funciona es que no es tan generalizado como para tirarlo. Pero me gusta mucho. Incluso lo regional. Llegar a ciertos lugares y saber qué se está hablando, qué música se está escuchando, qué político se está mandando cuál y eso meterlo. Si sirve, es buenísimo. Ahora por ejemplo estoy metiendo lo de las monjas y los bolsos voladores. Me gusta hacer esas referencias. Pero no me obligo.
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¿Cómo llega a la tele Chapote?
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Previo a eso está La Galera del Mago Zzin, donde yo hacía de un muñeco, el gato Truco, en el ‘95. Me sirvió muchísimo. Podía ver, no por los ojos del gato, sino a escondidas, qué pasaba en el monitor, qué se estaba viendo y qué no, qué podía ser sorpresivo y qué gracioso. Fue una gran escuela. Trabajamos mucho en vivo. Después hice Se alquila, con Doña Fina, un personaje más expuesto. También, estudiando desde allí. Viendo que no fuese teatro filmado. Tanto en uno como en otro, tratando pasar de lo estructurado al juego, de cumplir con las reglas de la tv a divertirnos. La oportunidad de Chapote sale por intermedio de una de las productoras del canal, que me llama porque tenían pensado un espacio. Hicimos un par de pruebas. Llevé a mi hija para que hiciera el contrapunto desde afuera, para que me retara. Al canal eso le gusto para que lo incorporáramos. Entonces ella hace la carablanca, tan necesaria en los dúos. Es quien pone el límite, el que frena. En principio era presentar películas. Ver qué temática hacíamos en función de la película que se iba a pasar. Era fácil y difícil, porque te tenías que adaptar. Después ya no hubo películas, así que había que hacer cualquier tema. No sabías si eso era mejor o peor. Podías hablar de lo que quisieras. Así que empecé a sacar cosas del baúl y a ir metiendo en capsulitas.
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Por último, a vos que te fascinaron desde tan chico los payasos, ¿cómo interpretás que a tanta gente le asusten?
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Lo he visto tanto que lo entiendo como una realidad. Si lo querés analizar objetivamente, desde la mirada del niño, el payaso es un personaje raro. Es un tipo como tu papá, pero que se pinta la cara, se pone peluca, cambia la voz, tiene otra ropa y sobre todo hace lo que quiere. Le pasa a los niños, pero también a los adultos, aunque lo demuestren menos. Hay una sensación inconciente de que ese personaje tiene toda la libertad del mundo y puede hacer lo que quiera. Si dice que se va a tirar desde un silla y caer en un vaso de agua, la gente se pregunta ¿Y si lo hace? ¿Y si se rompe la cabeza contra el vaso? Yo creo que no, pero es probable. Está ese límite. Y ese límite es el que provoca esa incomodidad. Pero en el niño hay una doble posibilidad. Por un lado, el niño que aprovecha y ve en el payaso al adulto que le puede hacer las cosas que no le puede hacer a los adultos que conoce. Lo golpea, le pega, se descarga. Y el niño que le teme a este ser grande que tiene todo ese bagaje de cosas tan raras encima. También están los vendedores. Los que utilizan el traje de payaso para vender, que tienen esa cuestión como acosadora. Eso por ahí también hace que los chicos se asusten. A veces me pasa que algunos niños me quieren traer al hermanito más chico para que me vea, arrastrándolo. Tengo que frenarlos y decirles que no. No quiere, no lo traigas. A veces son los mismos padres. El nene no va a tener un buen recuerdo de eso. Pero también me ha pasado, en shoppings o supermercados, que se me han acercado padres a decirme que tienen al nene ahí, con mucho miedo, y si podemos hacer algo. Eso me encanta. Poder ir y mostrarles que soy como su papá, que nada más me pongo una pelota roja en la nariz y me maquillo. De eso se trata: de salvar vidas y recuperar gente antipayasos.