Woody Allen: ser uno y otros con total virtuosismo
Por Fausto J. Alfonso
“Hoy en día, a cualquier película que habla sobre temas reales, los críticos la catalogan como arte”, dice en un ejercicio solapado de autocrítica Philippe, el director de cine que con elegante pedantería interpreta Louis Garrel en el hasta aquí último y exquisito canapé de Woody Allen.
La afirmación, arrojada al pasar, como si nada, ni bien el film lleva unos pocos minutos, conduce inevitablemente a pensar en que aquellos críticos no encontrarán nada de valor en Rifkin’s Festival. La vomitiva corrección política en la que ha caído la crítica, su impostado compromiso con las “ideas”, los “diferentes” y los “mensajes” (¡y vaya si WA no tiene ideas y es diferente!, aunque afortunadamente te deba los mensajes) no tienen nada que ver con esta ligereza de aterciopelado sabor, donde Allen juega a ser él (tras la cámara y, por interpósita persona, frente a ella) y a ser otros (Welles, Fellini, Truffaut, Lelouch, Godard, Buñuel…) con un virtuosismo que más de uno quisiese tener al menos en una centésima porción.
Se sabe que la trama se desarrolla en San Sebastián, en pleno festival. Son épocas de glamour sobrecargado, de lo bonito sobre lo bonito. Días en que pareciera que los colores del paisaje, y por qué no de los interiores, acordaran por sí solos su mejor combinación para que el enorme Vittorio Storaro solo haga clic. Pero sabemos que no es así y que el fotógrafo ha craneado todo a tal punto de que las transiciones entre el color y el blanco y negro resultan suaves, moduladas al tono de una narración donde el buen gusto (que incluye además, y de una, a la música) y la liviandad pautan los conflictos de gente en apariencia inaccesible, aunque con los entuertos sentimentales y/o existenciales de cualquier hijo de vecino. Claro que pasados por la lupa hipocondríaca del director de Match point y su arsenal de ironías que aquí, y a sus 85 diciembres, se resignifica a full. Sobre todo cuando de sugestiones, enfermedades y muerte se trata.
Lejos de aquel traspié llamado Vicky Cristina Barcelona (2007), Allen vuelve a pisar tierra española de modo firme. Con un rosario de diálogos en su punto justo entre la banalidad y la perspicacia, un fino humor negro y no pocos apuntes sobre el arte del cine. Así, marca diferencias entre la visión europeísta y la yanqui a la hora de plantarse tras una cámara, ironiza sobre el dinero que mata la intelectualidad, se mofa de las drogas que potencian la creatividad; lógicamente, también de la puja arte-entretenimiento, del pánico que genera la novedad frente al acostumbramiento y de categorías que a veces se aplican en demasía o de modo inexacto como la de “director de mujeres”.
La fugacidad de algunos dichos quizás invite a ver el film dos veces. Sí, dos veces. ¿Algún problema? “Y encima me acaricias la cara”, le dice Sue (Gina Gershon) a Philippe, ante un approach del galán de turno. Y en esa línea hay tanta ternura como sinceridad, parodia y sarcasmo. Todo en seis palabras. “Mis padres estaban enamorados de ti, no yo”, le espetan al gran protagonista del film, Mort Rifkin (imperdible Wallace Shawn), lo cual nos remite a las andanzas de Antoine Doinel, aquel personaje ideado por Truffaut, siempre más adorado por los padres de sus pretendidas que por éstas.
¿Rifkin’s Festival es un film solo para cinéfilos? Es la gran pregunta. La respuesta es no. Ya que Allen no se limita a citar a sus venerados antepasados (o coetáneos, caso Lelouch, caso Godard) como parte del tema del film, sino que los integra a la trama a partir de inspiradas recreaciones. Ya sea de modo subjetivo u onírico, cintas como Citizen Kane, 8 y ½, Un hombre una mujer, Sin aliento, Jules y Jim o El ángel exterminador fluyen en la intriga. Sin entorpecer la lectura de la anécdota, sino todo lo contrario, enriqueciendo las peripecias y dándole, indirectamente, más espesor psicológico, más complejidad, a los personajes principales. Por supuesto que el espectador a la defensiva, si no se abre a disfrutar, se perderá una buena posibilidad de entrar al mundo del gran cine por esta ficticia alfombra roja de San Sebastián.
Ahora, y como no podía ser de otro modo, Allen reserva un triple homenaje para su máximo referente: Ingmar Bergman. Persona, Fresas salvajes (Cuando huye el día, para nosotros los argentos) y El séptimo sello asoman en la historia. Lejos de cualquier pose erudita, Woody lee esos films con sensibilidad y su consabido humor, logrando momentos sobrecogedores, pero espontáneos. La recreación de la cena familiar de Fresas salvajes, con un comodísimo Shawn emulando a Victor Seastrom, es uno de los picos monocromáticos del film. Como pueden ser los paseos de Mort con Jo (Elena Anaya), a la hora del multicolor.
A Bergman también le debe (hay que agradecer a uno y otro) el evitar que la mayoría de sus films -como los del sueco- se excedan de los 90 minutos. En ese sentido, en el cine hay muy pocos excesos que se puedan justificar. Entre los últimos, tal vez sólo El irlandés, de Martin Scorsese.
¡Ah! La historia va de una pareja neoyorquina (un profe de cine devenido escritor y una agente de prensa) que se obnubila frente a otras alternativas amorosas en la bella San Sebastián. Aunque esto, que es la base de todo, termine siendo lo de menos. Y quedemos regodeándonos con la vuelta de tuerca que Woody le da al mito de Sísifo o con Mort y Sue cubriéndose por completo con la sábana, a lo Jean-Paul Belmondo y Jean Seberg, aunque desconociendo por qué lo hacen. Pavadas para los críticos que sólo ven el arte en los temas reales.
PD1: Sin querer queriendo, Woody te vende San Sebastián como el lugar ideal para replantear tu vida. Algo para apuntar.
PD2: La película celebra el acto (arte) de vivir. Y ése sí es un tema real.
Ficha:
Rifkin's Festival (EEUU, 2000, 90'). Dirección y guión: Woody Allen. Música: Stephane Wrembel. Fotografía: Vittorio Storaro. Intérpretes: Wallace Shawn, Gina Gershon, Louis Garrel, Elena Anaya, Christoph Waltz, Sergi López, Steve Guttenberg.