La artista que se esculpe a sí misma
Por Fausto J. Alfonso
La irrefutable perfección técnica, la inquietante caligrafía corporal de la intérprete, el indescriptible y subyugante paisaje y su microclima, y la hermosa densidad de su relato mudo, ubican a La siesta del carnero en un lugar de privilegio. Sin dudas, en lo que va del año mendocino, la apuesta de Sol Gorosterrazú representa el escalón más alto del escenario local y, en consecuencia, un reto difícil de superar. Su poética de alcance universal y sus virtudes formales son dignas de cualquier plaza o circuito internacional de exigencia.
Los que hayan seguido sus rumbos, no deberían asombrarse de la calidad con que inyecta y reviste sus espectáculos quien es mucho más que una bailarina. Nos referimos a una artista integral, que en los últimos tiempos nos sedujo con Anagnórisis y, un poquito más atrás, con Relato en fiel simetría (ver notas relacionadas). En ambas, haciendo co-equipo con otra gran creadora, Luisa Ginevro. Y siempre con la asistencia clave de Santiago Borremans.
Poetisa carnal, especializada en hipnosis, tal vez podamos encontrar algunos precedentes de ésta, su siesta. Desde lo conceptual/temático, puede haberlo en otra puesta compartida con Ginevro y Borremans: El errante, estrenada en 2018 (con funciones a la hora de la siesta) en Luján de Cuyo, de donde es oriunda Sol y para quien las siestas lujaninas han resultado tentadores lienzos a completar. Y, desde lo formal, en un video que circula en Youtube bajo el rótulo La dama de las moscas, que integró la segunda edición de Otras formas de exponernos, convocatoria impulsada por Casa Sofía. Allí están: una tensión y pesadumbre gótica, un cuerpo que muestra y escamotea sus partes sin darnos tiempo a ver cómo lo hace, un erotismo plegado a lo trágico (cuando no a lo monstruoso), un no espacio (pero que a la vez es contexto), entre otras cuestiones.
En La siesta del carnero esas características están profundizadas y explotadas al máximo. La intérprete desanda un recorrido equivalente a una metamorfosis en cuatro instancias, como si se tratase de las fases del periplo que hace una mariposa. Pero claro, acá hablamos de otra cosa: de un carnero y de un cuerpo femenino que tiene la capacidad de realizar las más drásticas mutaciones haciendo, de sus propios gestos y micro movimientos, genuinos efectos especiales que podrían encender la envidia de los tecnólogos del cine. ¿En qué momento, y sobre la base de qué truco, llegó a tal o cual posición? ¿Es sólo destreza física? ¿Hay ilusión óptica de por medio?
El misterio y la desaparición son los motores con los que avanza este poema, que se mece al son de la inquietante banda de sonido de Juan Ignacio Olibano, la cual por momentos nos atraviesa como una ventisca incómoda en una noche cerrada. Porque ésta es una siesta de la nocturnidad, donde las luces (puntuales, escasas, pero por demás elocuentes) actúan de la mano de la intérprete creando atmósferas de alto impacto, pero siempre como si fueran susurros visuales a los que se llega por el azar de lo onírico. Por eso, le cabe el calificativo de notable tanto al diseño lumínico, ideado por ella, Santiago Borremans y Jorge Federico, como a su ejecución técnica, a cargo del último.
Los fundidos en negro con que empieza y termina el espectáculo son los paréntesis de una serie -que parecer no agotarse- de disoluciones. La piel, la luz, el color, el movimiento, se disuelven en otra piel, otra luz, otro color, otro movimiento, en una seguidilla de despojamientos y reconversiones que hacen imposible delimitar estados de conciencia y de inconsciencia. El surrealismo se adueña de la escena y, mientras se nos escurren las situaciones y las interpretaciones, queremos más. Nos negamos a despertar, pero tampoco a dejar de pensar. Y esa disyuntiva en la que nos pone, es uno (otro) de los grandes méritos del espectáculo.
Una figura se despereza tras unos velos, en lo que se asemeja a un altar entre virginal y fantasmal. La silueta pareciera impulsada desde abajo por una luz. El cuerpo se compone y descompone como quien arma y desarma un rompecabezas, pero con la habilidad privada a un mortal común. Levitamos con la vista. No sabemos cómo quedamos involucrados en un vértigo de cámara lenta, donde el cuerpo en cuestión ensaya geometrías al tiempo que deriva hacia la desnudez integral. Las formas rotundas de mujer de a poco se vuelven híbridas. Basta un juego de manos. Aparece lo salvaje, la animalidad amenazante, las cuatro patas. Que siempre estuvieron, pero pueden “volver a no estar”. La siesta es así. La siesta, en un desierto dorado por las estrellas, nos droga y nos despabila al mismo tiempo. Hay magia.
Como la verdadera siesta del carnero, la del pastor previa a su almuerzo, ésta es breve y profunda. Reparadora y desconcertante. Un potente espectáculo que tienta a la apología y que nos exige tanta concentración como desprejuicio para que el goce sea completo. Y mientras lo experimentamos… la artista se esculpe a sí misma.
Ficha:
La siesta del carnero. Idea, dramaturgia y dirección: Sol Gorosterrazú. Coreografía e interpretación: S. Gorosterrazú. Asistencia de dirección creativa y dramatúrgica: Santiago Borremans. Música original: Juan Ignacio Olibano. Diseño y realización de vestuario: S. Gorosterrazú y Matías Figueroa. Diseño lumínico: S. Gorosterrazú (dirección general), Jorge Federico y S. Borremans. Técnico de iluminación: J. Federico. Realización de luminaria y escenografía: Carlos Croci y J. Federico. Diseño de corte de pelo: S. Gorosterrazú. Diseño gráfico: S. Gorosterrazú. Nave cultural, Sala 2 (Maza 250, Ciudad, Mendoza). Función del 29/04/2022.
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